La lepra es una enfermedad que persiste hoy en día, no ha sido totalmente extinguida, a pesar de existir vacuna y tratamiento para este mal. Sin contar los enfermos pre-existentes, sólo en 2016 se registraron en el mundo 27.357 casos nuevos, según la OMS.
Sin embargo, mientras la lepra del cuerpo es tan repugnante y tan temida, la del alma ni se ve. Casi nadie la nota… a veces, ni el mismo enfermo se da cuenta.
¿Y cuál es la lepra del alma? Pues bien, en términos bíblicos, siempre se ha considerado la lepra como un simbolismo del horror que es andar en pecado.
Pero en tiempo de Cristo se creía, además, que la lepra era causada por el pecado. Por todo esto, la gente huía de los leprosos. Menos Jesús. De hecho, realizó unas cuantas curaciones de leprosos.
Una de éstas fue la de un leproso que se le acerca y, de rodillas, le suplica: “Si tú quieres, puedes curarme”. Por esta actitud, Jesús, que sí puede, también quiere. Y, “extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí, quiero: Sana!” Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio. (Mc. 1, 40-45).
Nos dice el Evangelista que Jesús “se compadeció”, “tuvo lástima” del leproso. ¡Y cierto! El Señor tiene lástima de la lepra que carcome el cuerpo. Por eso la cura. Pero mucha más lástima y más compasión tiene Jesús de la lepra que carcome el alma. Por eso hace algo más impresionante aún. Para curarnos nos dejó un tratamiento que no falla: el Sacramento de la Confesión. Entonces… ¿qué hacer con la lepra del alma que nos carcome? Pues lo que hizo el leproso: se acercó a Jesús convencido de que podía sanarlo. Pero muy importante: se acercó también con humildad, “suplicándole de rodillas”. Esa debe ser nuestra actitud: reconocer nuestra lepra y buscar ayuda del Señor, pidiéndole que nos sane. Y como Él sí quiere y sí puede, seguro que nos sana.
Estemos seguros de que, si nos presentamos ante Él humildemente, el Señor no tendrá asco de nuestra lepra. No importa cuán grave sea nuestra situación de pecado. Pudiera ser que por muchos años, vengamos arrastrando una enfermedad del alma que parece incurable. Y, como Dios quiere y puede, hace el milagro. Y lo hace con cada arrepentimiento y en cada Confesión.
Entonces… ¡qué mejor oportunidad para obtener la sanación de nuestra lepra espiritual que la Confesión! Por más fea o más larga que sea la lepra de nuestra alma, es indispensable, primeramente, arrepentirnos de nuestros pecados. Luego, confesarlos ante el Sacerdote para recibir la Absolución. Y, con sólo esto, ya estamos sanos.
Así de fácil los requisitos. Así de grande la recompensa. Vale la pena, ¿no?
Isabel Vidal de Tenreiro
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