Murió Francisco Segundo Chávez Verde y el magisterio caroreño está de luto. Me dicen fue un educador estricto, consecuente y productivo, pero yo no lo conocí ni lo recuerdo profesor. Lo recuerdo de la infancia y eso es suficiente para conocer su trayectoria porque de niño mostró su toque de distancia y su don de sobrevolar los abismos del alma con alas de bondad.
Chicogundo tenía un compromiso suave con el mundo, vivía a distancia de las emociones atávicas y su discurrir por los caminos sociales era en condición de pasajero de un tren cuyo destino solamente él conocía. Nació en una casa mágica donde los niños de toda la cuadra acudían en grupo para disfrutar de aventuras cotidianas bajo la tutela de una sabia mujer, frondosa de cariño y palabras alegres y un hombre pedestal que en silencio magnánimo fungía de adusto rector en el reino de las fantasías infantiles.
Don Chico, Francisco Chávez, era orfebre callado y humilde que mantenía la realidad sobre una piedra blanca de rio, mientras su esposa Doña Carmen Verde de Chávez, maestra de profesión y corazón era también Hada Madrina que ponía aliento de caramelo a todo lo que inventábamos bajo la sombra de un Almendro.
Don chico religiosamente le daba mantenimiento, todas las tardes, a una lustrosa Willis azul. El debajo de la camioneta y Chicogundo pasándole las llaves en combinación perfecta de un cirujano experto y un enfermero instrumentista que no necesitaba palabras para saber que objeto debía poner en manos del curador, según adelantaba en su proceso del arreglo mecánico.
Con Doña Carmen aprendimos a deleitarnos de la poesía declamada por Luis Edgardo Ramírez, tenía todos sus discos y ella acompañaba con su voz de soprano el tono grave y cálido del artista oculto en el tocadiscos marrón que Chichina había adornado con un manto de tejido a dos agujas.
Chicogundo amaba a los animales, con ellos siempre mantuvo una comunicación estrecha en la cual había códigos que los terceros nunca entendimos. Gatos y pájaros fundamentalmente. Era tanta su pasión por las aves que llegó un momento que había hileras de jaulas en las paredes del corredor que servía de antesala a las habitaciones. Don Chico para solucionar el problema de limpieza que ello representaba decidido construir una inmensa jaula que ocupó buena parte del jardín interior. Sus medidas eran tres por tres por dos de alto, con techo de malla y caña brava encima de los nidos.
Allí había turpiales, arrendajos, azulejos, chuchubas, canarios tejeros, picos de plata, cardenalitos y otros de trinos y colores diversos. Algunas veces intentaban pelear entre ellos y Chicogundo les hablaba con voz firme e inmediatamente se quedaban quietos, El único que entraba a la jaula era él porque su presencia amiga no era recibida con revoloteos desesperados sino más bien algunos se posaban sobre sus hombros mientras le cantaban en lenguaje cómplice.
Yo lo veía maravillado por esa relación hermosa, porque una amistad de tal naturaleza no era usual ya que por instintos las aves huyen de los humanos. Luego leí que algunas personas como Chicogundo tienen una vibración energética que les permite funcionar en armonía con los pájaros. Lectura que me trajo a la memoria un comentario que una vez me hizo. ”Mis pájaros están tristes porque necesitan Cielo”. A los pocos días, una tarde de nubes blancas y Sol marciano Chicogundo entro a la jaula y dejó la puerta abierta, entró y con gestos suaves, moviendo los brazos de arriba hacia abajo en semicírculos, les decía a sus amigos que volaran al cielo. Algunos se sujetaban a los lados y al techo pero Chicogundo con palabras amables les indicaba que su misión de vida era volar a campo abierto. Cuando la jaula quedo vacía Chicogundo sonrió y lloró al mismo tiempo. Continuó moviendo los brazos cono despedida a sus amigos del aire. La última vez que lo vi, cuarenta años después de aquellos días estaba criando canarios. Ahora me entero que alzó vuelo, lo imagino moviendo los brazos como aquella tarde y salir volando a través de un portal de luz buscando el cielo. Dios lo acoja en su seno. Dios con nosotros.
Jorge Euclides Ramírez