El pasado es nuestra gran lección de historia y de futuro. De él debemos destacar lo bueno, lo que dejó huella en la construcción de la civilización, en el progreso cultural, científico, educacional y económico, es decir, en todo aquello que ha contribuido al bien común de la humanidad. Pero también debemos aprender de lo malo para no repetirlo ni trasmitirlo. Los errores humanos nos sirven de aprendizaje en el presente, no sólo para enmendarlos, sino para orientarnos e ir forjando un futuro mejor. Quien reniega del pasado y quiere borrarlo para imponer nuevas ideas, es un tirano en ciernes, que es lo menos que se puede decir, pues en realidad ya lo es. Está pasando en nuestro país: borran la historia en libros y programas educativos. Ahora todo empieza en la era del socialismo del siglo XXI. El gran disparate con el cual se está engañando a lo dueños del porvenir: las jóvenes generaciones.
Sin embargo, los hay también enamorados insensatos del pretérito. Lo que quedó atrás, cuando tenemos que ir hacia adelante, allí quedó. No tenemos que hacer como la mujer de Lot y convertirnos en inútiles estatuas de sal. Supongo que sal sosa, porque si no, sí valdríamos para algo. La nostalgia excesiva del pasado es algo enfermizo, traba la acción en el presente, esperando las circunstancias buenas que se tuvieron antes y ésas, como las golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer, no volverán. Me hace gracia cuando algunas personas para excusarse de metidas de patas en el presente, esgrimen el argumento de es que yo antes hacía tal o cual cosa. Sí, como encaramarse en un taburete, cambiar un bombillo o sacar algo de la parte alta del closet, hoy, con el resultado de una caída y rotura del fémur. Todo por no aprender que el antes se fue y sólo nos queda el ahora. Aceptar con donaire las limitaciones de la vejez es muestra de sabiduría.
Otro vicio que tenemos las personas mayores es criticar a las menores. El tema del desastre de la juventud actual, sin rumbo y sin meta, nutre las tertulias añorantes del ayer: ¡cuándo en mis tiempos…! ¡Bah! En mis tiempos, en los tuyos, en los de mañana y en los de mis tatarabuelos, la juventud fue siempre preocupación y esperanza. Cambian las costumbres, los intereses y, desgraciadamente, los valores, pero la juventud es la misma en búsqueda de identidad, adaptación, destino, llena de inquietudes y dudas. La gente joven está siempre en vilo entre lo que le predican y lo que desea hacer. Conflicto generacional: siempre lo hubo y lo habrá. Si las jóvenes de antaño se preocupaban de que no se les viera la pantorrilla o, pícaras, la mostraban, para las de hoy, mostrar es lo de menos, lo de más es que, a menos tela, ya ni captan la atención masculina. Y los varones, a tanta ofrecimiento gratis, están más interesados en sus telefonitos inteligentes. ¿No les pasó a las romanas? En el circo, se desnudaban el torso; los recios soldados preferían a los efebos. Nada es nuevo bajo el sol.
Pero a pesar de todo, la juventud sigue siendo promesa y acción. Es la edad del heroísmo y no creo que la actual nos vaya a defraudar. Tiene la inmensa responsabilidad de reinventar un mundo que está al revés. Con zarcillitos, narices perforadas, tatuajes, cresta de gallo en el cráneo y bluyines rotos, estoy segura de que va a enfrentar esta tarea con coraje y pasión. De las grandes crisis surgen las grandes soluciones y los grandes hombres. No hay héroes sin caos social. Lo que estamos viviendo no es sencillo. El azote de esta pandemia universal ha desmoronado las bases de la seguridad, la confianza, de la fe en el porvenir. El planeta está sumido en la desesperanza. Hay que devolverlo a la vida. La juventud es vida. No se entrega fácilmente. Es empuje, ansias de ser y permanecer. Tengo fe en su reacción, acción y restructuración. La juventud crece cuando hace consciente su conciencia.
Callemos los viejos desolados y quejosos. Callen los pesimistas añorantes de lo que se fue. Callen los ateos sin esperanza de eternidad. Callen los estultos, cobardes y babiecas. Callen los que no pueden vivir sin lamentos ni resquemores. Callen los muertos. Hablen los nuevos.
No, nada de cuándo como ayer…, ¡cuándo como hoy!
Alicia Álamo Bartolomé