En el año 1600 fue quemado vivo el filósofo neoplatónico, teólogo, poeta y astrónomo italiano Giordano Bruno (1548-1600) en una plaza pública, el Campo de las Flores, en la Ciudad Eterna, Roma. Fue juzgado por la Iglesia Católica y ejecutada tan bárbara acción que aun hoy lamentamos, por el temible Tribunal de la Santa Inquisición, a pesar de ser él mismo miembro de la Orden de los Dominicos.
Le toca vivir a Giordano Bruno en una época de transición de la Edad Media a la modernidad como a Galileo Galilei, Descartes y Kepler. El peso de la superstición medieval era tal que la ciencia moderna que estaba por nacer vacilaba y a veces retrocedía. Es una terrible paradoja en la historia del pensamiento que Bruno fuera llevado a la pira el mismo año en que se inicia lo que más tarde habrá de llamarse el Siglo de la Revolución Científica, esto es, el siglo XVII. Un mundo conceptual que fue construido por los físicos y su más excepcional creación: el método científico que se abría entonces camino en medio de enormes dificultades a vencer. Bruno es indiscutido precursor de tan importante siglo que es como partero de la modernidad.
Bruno militaba en lo que se llamaba hermetismo renacentista neoplatónico. Allí estaban Ficino, Pico de la Mirándola, Agrippa, Campanella y Bruno. Este movimiento, escribe el mexicano Octavio Paz, se expande por Europa, inspira a las Academias francesas, al mágico isabelino John Dee, y a los rosacruces de Alemania. A través de las sectas ocultistas y libertinas esta corriente entronca con el movimiento socialista, Fourier, y con el pensamiento poético moderno, de los románticos a la poesía contemporánea. La religión de los astros de Bruno y Campanella es el origen común del socialismo y la teoría de la correspondencia universal sostenida por los primeros románticos alemanes e ingleses, Nerval y Baudelaire, los simbolistas, Yeats y los surrealistas de Breton. La sociedad de los astros es el doble arquetipo de la sociedad política y de la sociedad del lenguaje.
En el hermetismo neoplatónico renacentista había una mezcla de platonismo e ideas del antiguo Corpus Hermeticum y la Cábala de la tradición judía. Había una visión mágica que convivía con la nueva ciencia de la astronomía, la física y la alquimia. Ciencia y magia estaban tan imbricadas que resulta imposible separarlas. El empirismo y la manipulación de la materia de la alquimia preparó la ciencia moderna.
Bruno hace suyas las ideas del polaco Copérnico y les da por primera vez una formulación filosófica. Al mismo tiempo se vale de la nueva astronomía y de la nueva física para justificar a la magia.Además, hay un pacto entre hermetismo y egipcianismo. Bruno dice: Egipto la gran monarquía de las letras y la nobleza, es el padre de nuestras fábulas, metáforas y doctrinas. Los jeroglíficos son el lenguaje de los dioses. Bruno, Pico y Ficino creían que el cristianismo se había apropiado de los antiguos ritos y símbolos de la antigua religión de los astros y los había deformado, creencia que le costó la vida a Bruno. La egiptomanía es una de las enfermedades intelectuales del siglo XVII. Una obsesión que llega al iluminismo del siglo XVIII y el romanticismo del XIX. A ella le debemos La flauta mágica de Mozart.
El humanismo renacentista descubrió a Platón, Plotino y al Corpues Hermeticum, escrito en griego antiguo. También desenterró a otros filósofos y ofreció a la conciencia europea una nueva y más veraz imagen de estoicos, epicúreos y escépticos. La resurrección de Lucrecio, que deslumbró a al sabio venezolano Lisandro Alvarado, y el descubrimiento del atomismo de Demócrito y Leucipo, que maravillaron al físico germano Werner Heisenberg, fueron determinantes en la evolución intelectual de Galileo y de Bruno, asienta Octavio Paz.
El hermetismo de Bruno era anticristiano: Bruno quería regresar a la antigua religión de los astros, creía que los cristianos se habían apoderado, sin decirlo, de un poderoso talismán de los egipcios, el signo de la cruz estaba grabado en el pecho de la diosa Isis y que los cristianos se lo habían robado. El signo de la cruz era más antiguo que el cristianismo. Para bruno la verdadera cruz era la cruxansata y tenía poderes mágicos, una creencia que consumó su perdición.
Estas extravagantes ideas de Bruno y los hermetistas son poco conocidas. El juicio y muerte de Bruno en la hoguera han llegado hasta nuestros días por otras de sus creencias: postular un Universo infinito y la pluralidad de mundos habitados, ideas que habrán de recibir el aplauso de Stephen Hawking. Es esta una nueva concepción que se atribuye a Copérnico, Galileo, Kepler y otros. Es cierto solo en parte. La verdad es que según historiadores modernos, Arthur Lovejoy entre ellos, el neoplatonismo fue el verdadero responsable del cambio. Esta corriente filosófica y espiritual que había sido reprimida durante toda la Edad Media pero a fines del siglo XV regresó con extraordinario vigor y conquistó a las mejores mentes del siglo XVI. Al negar a la Escolástica, dibujó otra idea del mundo que se enlazó con la nueva ciencia física y cosmográfica. Los grandes iniciadores científicos estaban muy influidos por el neoplatonismo. Ahora bien, lo que distingue a la imagen del mundo que desplazó al universo ptolemaico finito no fue tanto el heliocentrismo de Copérnico, adoptado más bien tarde, cuanto ciertas proposiciones que no eran, estrictamente, consecuencias y deducciones de la nueva ciencia: la infinitud del universo, la ausencia de centro del cosmos, la pluralidad de mundos habitados. Sin embargo, debemos aclarar que Bruno no postuló un universo infinito por razones que hogaño llamaríamos científicas sino ontológicas, morales y temperamentales, es una idea que contiene un eco de Platón: Todo lo que es, aun lo malo, es bueno.
Estas extraordinarias ideas tuvieron eco en el Nuevo Mundo Americano, la monja novohispana sor Juana Inés de la Cruz las conocía a través del jesuita alemán Atanasio Kircher, un alucinante escritor barroco del siglo XVII que sufría de un egiptomanía incurable. Sor Juana seguramente conoció del juicio a Bruno y Galileo, pero callaba. “No quiero ruidos con la Inquisición”, solía decir esta magnífica poetisa mexicana del siglo XVII.
Luis Eduardo Cortés Riera