Escribo este artículo el Día del Maestro. Quiero honrar a esas personas que dedican sus vidas a hacer crecer las vidas de otros, a iluminar sus caminos y a ser fuente perenne de inspiración, admiración y respeto.
Mi primer y más importante maestro fue mi papá. No he conocido persona más culta que él. Me motivó, me infundió amor por el conocimiento, alimentó mi curiosidad, supo emocionarme, despertó mi inquietud, selló mis procederes. No hay día de mi vida cuando no piense en él, con nostalgia, agradecimiento y mucho amor.
Después de mi papá, ese genio que fue Luis Alberto Machado fue mi mentor por muchos años. Sí, fui una afortunada en toda la extensión de la palabra. Con él tuve los pleitos más duros y las tenidas más interesantes. Cuando algo que yo hacía le gustaba, recibía todas sus alabanzas. Pero cuando había algo que no le parecía, era duro como una roca. Más de una vez me mandó a botar en la basura escritos que a mí me parecían una maravilla.
Tanto en el colegio como en la universidad conté con la fortuna de haber tenido profesores maravillosos. No los nombro para no obviar a ninguno. Mis hijas también tuvieron profesores insignes. Y aquí quiero hacer una excepción para nombrar a algunos Maestros con M mayúscula: empezando por la profesora Luisa Teresa Lanz de León, quien a sus noventa y dos años aún sigue como asesora pedagógica de su Instituto de Educación Integral de Maracay. También debo una obligada mención a los profesores Luz Castro de Leonardi, María Amparo Álvarez de Guzmán, prematuramente fallecida, Suzanne Sellier y Carlos Rodríguez. Mucho de la confianza en sí misma de mi hija Tuti se los debo a ellos, quienes abrieron las puertas de sus colegios y, sobre todo, de sus corazones, a una niña con muchas dificultades y la llevaron de la mano hasta que se graduó de bachiller.
Hoy, cuando la educación en Venezuela da dolor, cuando los maestros ganan una miseria, cuando las aulas universitarias donde se enseña la carrera de Educación están vacías o rellenas con el “repele”, es bueno volver a estos referentes. A quienes han asumido el apostolado de continuar educando a pesar de todo, mi gratitud y mi respeto.
A esta “revolución robinsoniana” (que si fuera tal los maestros serían los primeros ciudadanos del país y no los últimos), no le interesa tener gente educada. Mientras más ignorante es un pueblo, más fácil resulta engañarlo y dominarlo. A las pruebas me remito.
Quiero terminar este artículo con unas palabras de Luis Alberto Machado: “no es que la educación sea una prioridad: la educación es LA prioridad”. Mientras no lo asumamos así, continuaremos cayendo en caída libre hacia un fondo que no tiene fondo. Porque si algo deberíamos haber aprendido de estos últimos veintidós años es que siempre podremos estar peor.
Carolina Jaimes Branger
@cjaimesb