Muchas víctimas del comunismo se entusiasmaron con el mensaje de Donald Trump. Pocas veces en la historia reciente hubo un mandatario norteamericano que utilizara un lenguaje tan agresivo frente a la perniciosa ideología.
Su administración articuló una importante coalición democrática de repudio al régimen forajido de Caracas y desmontó el fracasado acercamiento con la cruel oligarquía que tiene sometida a Cuba hace sesenta años.
Esas actuaciones, encabezadas por quien ocupaba el cargo más poderoso del planeta, crearon ilimitadas expectativas en amplios sectores: Sobre todo en venezolanos y cubanos que vieron en él una esperanza de rescatar sus esclavizadas naciones.
Pero la política exterior norteamericana siempre termina orientada por temas de política interna, y eso debe entenderlo y aceptarlo todo el que promueva una relación con esa gran nación.
Para su desgracia, el mandatario saliente pareció olvidar el viejo consejo de que no hay enemigo chiquito. Casi totalmente desprovisto de habilidad política – y probablemente ignorante de las máximas de “El Príncipe” – intentó simplificar las enormes diferencias entre una izquierda herbívora y otra carnívora, embistiendo contra todos por igual y propiciando de paso toda suerte de irracional teoría conspirativa al peor estilo algunos personajes de Dr. Strangelove.
Caricaturizando todo en términos maniqueos – blanco o negro, amigo o enemigo – Trump consolidó un contingente de fanáticos y desquiciados; pero a la vez generó una decisiva mayoría interna más orientada a repudiar su estilo y visión que a favorecer a sus oponentes.
Como colofón, su irresponsable y poco digna conducta al perder las elecciones, rematado todo con una descabellada conspiración contra la democracia, le ha deparado una ignominiosa salida de la presidencia en medio del desprecio de la mayoría de sus connacionales y el descrédito de muchos de sus honestos partidarios.
Atrás deja muchísimos simpatizantes con amargos sabores de frustración y desengaño, sumidos algunos en la desesperanza. Unos apenas comienzan a entender que fueron utilizados, y otros aún no logran asimilar la enormidad del atentado contra la democracia norteamericana.
Con seguridad la historia podrá confirmar posibles aciertos en su gestión, pues hasta en las peores los hay; pero por ahora solo queda recoger los platos rotos, tratar de conservar lo positivo, y mantener unos ideales que algunos le achacaron y que él mismo demostró que jamás poseyó. Sin perder siquiera un instante en tratar de exculpar a un ídolo caído que resultó tener pies de barro.
Antonio A. Herrera-Vaillant