Nací el 13 de enero de 1926. Soy ejemplo involuntario de supervivencia. No escogí vivir tanto. Perdón por ocupar un espacio y respirar un aire que ya no me pertenecen. No es mi culpa, es voluntad de Dios. Corría el siglo XX, pensé que con 74 años no llegaría al XXI y heme aquí entrando a su tercera década. Nadie prevé su propia historia. Difiero de mi padre en cuanto a años cumplidos. Cuando a él le preguntaban cuántos tenía, contestaba: Ninguno; los años pasaron, pero yo no me quedé con ninguno. Yo sí, ¡me quedé con todos!
Digo con Pablo Neruda: Confieso que he vivido. En mi almacén de nueve décadas y un lustro, amén de piernas vacilantes, dolores de huesos, repetición de cuentos y algún pequeño lapsus de memoria, hay muchos hitos históricos e impresiones personales que puedo revivir para mi solaz.
Porque es sano recordar los buenos momentos y echar bruma sobre los que no lo fueron. No es olvidar, es no darle tanta importancia como hacen los pesimistas. Es el secreto para recorrer felizmente la fantástica aventura de la vida.
Por ejemplo, se me plena el espíritu cuando rememoro mi emocionante encuentro con Miguel Ángel Buonarroti como escultor en Florencia, como pintor en Roma. Vuelo hacia las alturas bajo las naves de ojivas de piedra milagrosamente ascendentes de la catedral de Colonia. Me anego en la orgía de amarillos, naranjas, rojos, vinos de las hojas en las ramas y el suelo en el otoño de los bosques de Viena. Hay un éxtasis al navegar en la memoria sobre los colores ondeantes de paletas de pintor de los canales de Venecia. El Partenón, el Teatro de Epidauro, deleite de arquitecto. Volver a la imponente presencia humeante en el paisaje gris y olor a azufre del cráter del volcán Irazú, la catedral de sal de Zipaquirá, la visión majestuosa de las pirámides de Teotihuacán y las ruinas mayas de Palenque. Voy en una nave sobre el Orinoco. Desde la orilla veo otra que lleva al san Juan Pablo II sobre la aguas del Amazonas en Manaos. ¡Israel de Tierra Santa!
¿Y qué decir de los encuentros? Carlos Gardel cantando en el Teatro Principal. Yehudi Nenuhin y la magia de su violín en el Teatro Nacional de San José de Costa Rica. Manolete toreando en Maracay. En Roma, Pío XII, que se traía el cielo con las manos al dar la bendición; Pablo VI con su mirada penetrante de águila. En Madrid Jacinto Benavente, ya anciano, agradeciendo en escena los aplausos a su última obra. Judy Garland en un teatro en Nueva York cantando la famosa canción del arco-iris. La entrevista en Roma con san Josemaría Escrivá. Charles de Gaulle en el 20º aniversario de la liberación desfilando en carro descubierto, de pie, por el Arco de Triunfo y en la acera cercana, de gabardina y manos atrás, Pedro Estrada. María Callas cantando Norma en la Ópera de París…
Todos tenemos ese cofre mental con las joyas de los días vividos. Unos más y otros menos, pero siempre aunque sea una mínima gema para traerla, acariciarla y gozarla en el presente. Es la estrategia eficaz de sacarle jugo a la existencia. No transcurramos el tiempo que nos queda exhalando quejas, eso aleja a los demás y nos deja en dañina soledad. Hay que atraer, no ser foco de rechazo. Ser centro de cariño en la familia, las amistades, porque cautivamos con la plenitud de alegría en nuestra alma en paz. Irradiar a Dios debe ser nuestro empeño y nuestra meta. Tengo una jaculatoria que repito a menudo: Señor, que quien me tope te toque. Es un aspiración muy alta, pero si no intentamos llegar a las cumbres nos quedaremos en los valles sombríos.
Confieso que he vivido el pasado y vivo el presente. Estoy a la mitad de mi décima década y esta es la mejor de mi vida. Nunca antes había producido tanto intelectualmente, ni tan altamente reconocida y aplaudida. Porvenir no tengo, me queda poco tiempo en esta tierra y estoy lista a partir cuando Dios lo disponga. Él puede querer mantenerme un tiempo más, sea, aunque es una incógnita. Mi única petición, además del perdón de mis múltiples errores, es que en los días, meses o años restantes, no desentone, no moleste a quienes me rodean…, ¡que los viva con garbo!
Alicia Álamo Bartolomé