Ha sido un año trastornado. Sus dígitos auguraban mayores virtudes. Una numeración que inspiraba una doble calificación perfecta. De derribar murallas drásticas y cumplir con lo reservado desde el año anterior. Pero no fue así. Nos quedamos con las valijas repletas de cosas por hacer. Nos dieron una agenda atestada de contrariedades y falsas esperanzas. Enclaustrados en nuestra propia indignación.
Se ha hablado tanto del nuevo orden mundial. De quitar y mover piezas, redescubrir algunos paradigmas y cambiar los protagonismos. Sería como darles la vuelta a las armas de precisión. Unas fabuladas políticas que podrían perder su fantasía y ser una alocada realidad para generar nuevos perdedores.
Pero un virus le dio una sazón difícil a la jugada terrenal. Nos sorprendió en el callejón sin salida. Lo descubrimos sin conocer su fórmula secreta. Y empezamos a ser víctimas. Carne de cañón de nuestras perturbaciones. Caímos en desgracia por una partícula maligna que se infiltró en todas las naciones. Implacable, tozuda e inconmovible.
Nada que ver con un murciélago indigesto, atragantado por un chino con un paladar desquiciado. No me creo esos prodigios imaginativos. Esas excusas para el desmadre. Podría ser un engendro de laboratorio. Un esfuerzo de probeta para probar si la calamidad se puede enviar envasada. Si la guerra bacteriológica es posible y posee connotaciones destructivas.
Sí, el coronavirus nos cambió. Puso al revés la sociedad y fuimos capaces de hacernos más adictos a lo digital. Echaron a cuatro llaves los pestillos y nos encerraron por meses interminables. Tiempo de sobra para no hacer nada. No fuimos capaces ni de pensar, pues el conflicto se hacía cada vez más confuso.
El planeta se convirtió en la morada gris. Nadie podía contar las flores alegres que se dejaron en el pasado. Fueron meses de lágrimas amargas. De cambiar nuestra compostura. De no saber si el mañana era un sueño anhelado o solo nos enfrentábamos a la pérdida de la libertad, como un laberinto irreconocible.
Nos inventamos juegos caseros. Formas estúpidas de perder el tiempo. Otros perdieron sus empleos o aprendieron a trabajar desde casa sin aburrirse. La economía se fue a la porra. Quebraron empresas que se creían invencible. El turismo cayó en desgracia. Ni siquiera la imaginación pudo viajar. Todo estaba en la lista de prohibiciones.
Ya no se sabía en qué creer. La Organización Mundial de la Salud trató de emitir excusas probables. Al principio lo tomó con una tranquilidad pasmosa. Después sus funcionarios nos atormentaron con alarmas desquiciantes. Con pronósticos desalentadores. Los cuentos de la cripta. Discursos casi desafiantes.
Ciertamente ha sido un año de dolor. De golpes rudos por todos los costados. De amarrar los sollozos para no derrumbarnos. De perder familiares, vecinos y hasta amigos irreconocibles. No mide el talante ni la capacidad para sonreír. El coronavirus ataca y apaga los pulmones; nos asfixia y se consume nuestra felicidad con su veneno mortal. Mata sin contemplación. Se escabulle y solo tritura nuestra salud. Lo hace con una sorpresa desagradable de bufón de la maldad.
Debimos aprender a enterrar a nuestros muertos con excesiva discreción. Los cadáveres se extraviaban o se escondían en mausoleos improvisados. No había forma de seguir las pesquisas. El más avispado podría dar con los despojos en alguna fosa común, moviendo sus influencias. Así fue este contragolpe. Esta prueba cruel, brutal y feroz.
Ahora tenemos una complexión distinta frente a las incógnitas. Sabemos que el Covid-19 sigue ahí, a la vuelta de la esquina de nuestra prevención. Que la mascarilla es un adminículo de salvación y de tiempo prologando. Que depende de cada uno, el no castigar a los demás. Que estará por más de tiempo de lo previsto.
La vacuna ya se asomó. Existen varias, unas más dudosas que otras. Ya algunos valientes han dado su brazo a torcer y se la han colocado. No sabemos su efectividad. Si somos conejillos de Indias de nuestra particular angustia. Si es posible anticipar, modificar las proyecciones o si resulta viable crear el antídoto antes de los dos años.
Se hablan de oleadas. En enero se perfila la tercera en Europa. Que hay una nueva sepa inconmensurable. De mayores tentativas y contagio. Seguimos torpes frente a los hechos. Nos aturden las razones científicas. El virus evoluciona con mayor rapidez, que nuestros métodos para combatirlo. El fin justifica los medios. Debemos sobrevivir y en este instante poco importa si existe una mano negra detrás de la pandemia.
Creo que podemos darle una consigna positiva al año 2021. Quizá al principio sea detestable. Pero se pondrá un pañal distinto en los meses venideros y saldremos más fortalecidos. Ya no importa solo uno sino todos. Pensar en los demás se convierte en nuestra buena ventura. En la gama de posibilidades que da la fe. Por eso deseo que los próximos 12 meses sean de bienestar para los países. Este aprendizaje servirá para hacernos mejores. La humanidad tiene la oportunidad de ampliar su concepto y hacerse más cercana a Dios. ¡Feliz año!
José Luis Zambrano Padauy
@Joseluis5571