Hace dos años apareció en la escena política mundial un joven y casi desconocido diputado venezolano que – sin buscarlo él mismo – salió catapultado a la presidencia de la soberana Asamblea Nacional, único poder con legitimidad de origen que sobrevive en la maltrecha Venezuela.
Llegó a su posición casi fortuitamente: El cargo correspondía a su agrupación política en rotación acordada entre los partidos democráticos de la legislatura – y era él, con apenas 37 años – el principal diputado de su partido que aún no padecía prisión, asilo o exilio.
A los pocos días le tocó asumir la presidencia del poder ejecutivo. No fue “ autoproclamado” – como insiste la propaganda de simpatizantes del régimen sino porque así lo exige la Constitución vigente en Venezuela ante un vacío legal creado por sucesivas farsas “electorales” de la dictadura.
Asumió su reto con enorme coraje personal y discreción – sin pretensiones caudillistas o como ambicioso candidato – sino como símbolo de continuidad de la voluntad democrática venezolana. No pretendió ser mesías, sino un valiente joven dispuesto a mantener en alto la bandera frente a las amenazas, hostigamientos, atropellos y trapisondas de los facinerosos que usurpan un poder de facto sentados sobre bayonetas castrenses.
Casi desprovisto de medios materiales, logró fama mundial y mantiene la dignidad de su representación, alternando con otros jefes de estado con el reconocimiento de casi 60 de las democracias más relevantes del planeta, procurando siempre defender – en la medida de sus posibilidades – a la gente y el patrimonio material de un país secuestrado. No es poca cosa, a pesar de los desplantes de presuntos rivales, y de la frustración de quienes ilusamente vieron en él una varita mágica de salvación.
¿Levantó esperanzas que luego se desinflaron? Mal puede un vocero democrático dedicarse al derrotismo pesimista. Todo lo contrario, cualquiera en su posición debe sobrellevar sus propias decepciones ante todo revés, estimulando siempre el espíritu de resistencia en la población subyugada. Y sin engañar irresponsablemente con un señuelo de intervenciones externas.
¿Qué aún no ha logrado erradicar la dictadura y restablecer la democracia? Esa jamás fue tarea de un solo hombre. La importancia de Guaidó radica en la soberanía y legalidad encarnada en su investidura: Es una última oportunidad que le brinda la civilización a la barbarie de retornar al imperio de la ley por vías incruentas. Quiera Dios que no sean tan torpes como para seguirla desperdiciando y que tengamos todos un mejor nuevo año en 2021.
Antonio A. Herrera-Vaillant