¿Nos damos cuenta de lo que estamos celebrando en Navidad? ¿Qué significa este gran acontecimiento … tan grande que la historia se divide en antes y después de Cristo?
Veamos: si no fuera por lo que celebramos en Navidad, nuestra meta final sería el Infierno, ya que «por la transgresión de uno solo llegó la condenación a todos» (Rm 5, 18). Así de grave. Así de horrible. ¡Por eso necesitamos un Salvador!
Y ese Salvador vino, vivió en la tierra, y con su Muerte y Resurrección, nos salvó de caer irremediablemente en el Infierno.
Entonces… ¿Cómo quedamos? ¿Qué es lo que cambió?
Ahhh! Es que la gloria de la Encarnación y del Nacimiento de Jesús consiste en que se nos abrió la posibilidad del Cielo como nuestra meta definitiva. Después de la primera Navidad –aquélla en que nació Jesús en Belén- tenemos Esperanza. ¡Eso es lo que celebramos en la Navidad! ¡Nada menos!
El problema es que la bulla y la agitación de estos días nos hacen perder la perspectiva de lo que significan estos misterios infinitos que celebramos en Navidad. Y es que, al no darnos cuenta de la gravedad de nuestra condición de pecado, no podemos darnos cuenta de la necesidad que tenemos de ser salvados.
Si pudiéramos comparar la situación de los seres humanos con un ejemplo físico gráfico, pensemos que nuestro estado natural es como si estuviéramos hundiéndonos en un pozo de arena movediza. Y, como hemos visto en películas, de un sitio así es imposible salir uno por su propia fuerza. Sólo alguien que esté fuera de la arena movediza puede tender una mano al que se está hundiendo. Y éste tiene que agarrarse de manera fuerte y continua para poder salir de allí.
Ese ejemplo nos da una idea de cómo sin Cristo, nuestra salvación es imposible. Ese ejemplo nos muestra por qué Dios vino a salvarnos. De no ser por Él, nuestro destino automático sería el Infierno: hundirnos para siempre en ese pozo terrible. A eso se refería Jesús cuando los Apóstoles le preguntaron: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?» Jesús los miró fijamente (¡cómo sería esa mirada!) y les dijo: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios.» (Mc 10,26- 27).
La alegría de la Navidad no está en los regalos, en la música, en los adornos, en el bullicio. La verdadera alegría consiste en que el Infierno no tiene que ser nuestro destino, porque Jesús nos tiende su Mano para sacarnos del pozo en que estamos hundidos. Dios ha nacido entre nosotros para salvarnos. Por eso el Hijo de Dios hecho Hombre se llama Jesús, que significa Salvador. Por eso Jesús es el Emanuel, que significa Dios con nosotros. ¡Es que nuestro Salvador es Dios mismo… Hombre como nosotros, pero Dios!
Este es el Mensaje de la Navidad: Aprovechar la salvación que se nos ofrece, aferrándonos –sin soltarnos- de la Mano de Dios que nos salva.
Isabel Vidal de Tenreiro
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