Dejo la pregunta abierta y obvio la afirmación. No me corresponde lapidar a Michelle Bachelet, menos ponerla en entredicho. Se trata de una dama, incluso siendo la Alta Comisionada de la ONU para derechos humanos. Prefiero rumiar mi legítima indignación como venezolano e hijo de una nación que se ha disuelto bajo la criminalidad y el terrorismo; esos que su lenguaje tamiza. Al cabo, es a nosotros a quienes corresponde, en medio del dolor que nos rasga, hacernos una pregunta crucial si esperamos a reconstruirnos: ¿Cómo pudo prender la maldad absoluta entre venezolanos?
De nada sirve, en nada ayuda mirar hacia los lados en búsqueda de culpables o al cielo para encontrar oráculos. Los crímenes de lesa humanidad ocurridos por futilidad a manos de compatriotas nuestros, hijos de nuestro suelo, con quienes la Bachelet celebra haber encontrado una senda de redención: “hemos logrado crear una relación de trabajo con el gobierno, … hemos pedido varias cosas que ha aceptado” dice, habla mal de nuestra sociedad a pesar de ser las víctimas.
No capta la Bachelet o no le interesa ver, sin embargo, que lo así ocurrido acusa tanto o mayor gravedad que las dislocaciones diabólicas durante la Alemania nazi o bajo la dictadura de Augusto Pinochet que ella conoció y dice haber padecido. ¡Y es que ayer eran los móviles ideológicos y nacionalistas, la creencia de que se salvaba a la patria pagando esta un costo necesario en muertos y torturados!
Hoy, en Venezuela, es el afán personal de lucro, son los beneficios ingentes de la explotación y canibalización de nuestras riquezas minerales, la colusión con el negocio funerario del narcotráfico, el tráfico humano de personas y asesinatos por los redimidos de la Alta Comisionada, los que explican a la maldad en cadena institucionalizada y a sus tentáculos de corrupción a nivel global.
Las inenarrables torturas a que son sometidos civiles que no han transado como políticos o militares que aparecen como obstáculos en esa demencial empresa de narcoterrorismo que tiene como sede de su holding a Caracas y al resto de nuestra geografía, son la obra de lo intrascendente. Hacen parte de una inédita y extraña visión animal y erótica, a la vez, de la vida. La excitación humana de los torturadores venezolanos ante la sangre, suerte de Eros impudoroso, deja atrás a Tánatos, pues siendo este para los griegos el Dios de la muerte, lo era de la muerte no violenta. Una y otras perspectivas se confunden entre nosotros dando lugar a eso que intenta resolver la Bachelet a través de su estilo eufemístico, para no cerrar las puertas según arguye.
La Alta Comisionada es testimonio, de no resolverse la interrogante que le planteamos, del fracaso monumental de las Naciones Unidas. Lo había anticipado en su momento la comisión que investigara el genocidio acaecido en Ruanda, ante la omisión criminal de las autoridades de la ONU. Su Secretario General de entonces, Kofi Annan, al menos tuvo el coraje que esperamos toque a la Bachelet llegada su hora. Dejó inscrita sobre lápida y para la historia su contrita reflexión ante la Comisión de Derechos Humanos: “Está bien que hayamos guardado unos minutos de silencio juntos. Nunca debemos olvidar que fracasamos colectivamente en la protección de por lo menos 800.000 hombres, mujeres y niños indefensos que perecieron en Rwanda hace 10 años. Tales crímenes son irremediables. Tales fracasos son irreparables. No podemos revivir a los muertos. Entonces, ¿qué es lo que sí podemos hacer? En primer lugar, todos debemos reconocer nuestra responsabilidad de no habernos esforzado más por prevenir o detener el genocidio. Ni la Secretaría de las Naciones Unidas, ni el Consejo de Seguridad, ni los Estados Miembros en general, ni los medios de difusión internacionales prestaron suficiente atención a los indicios del desastre, que se iban acumulando. Y tampoco actuamos oportunamente”.
Pues bien, mientras la expresidenta chilena informa que a los torturados del régimen narcoterrorista de Nicolás Maduro Moros “se les permitía asistir a misa una vez por semana” y aplaude que la “oposición de verdad” – la que parte confites con este – acudirá a las próximas elecciones de gobernadores, la OEA, con Luis Almagro a la cabeza, rescata el discernimiento moral extraviado. Ese mismo fue el que mantuvo en pie a la resistencia alemana y le permitió superar su trauma, al también preguntarse sobre sus muchos porqués.
El Consejo Permanente de la OEA, en resolución del día del 9 de diciembre, previo a la celebración mundial (¿?) de los derechos humanos por la ONU, sin ambages, obviando los eufemismos– esos que habla de autoritarismos poco competitivos – rechazó “las elecciones fraudulentas celebradas en Venezuela el 6 de diciembre”; condenó enérgicamente a Maduro por “socavar el sistema democrático” “consolidando a Venezuela como una dictadura; pidió proteger de la persecución a los actuales miembros de la Asamblea Nacional; exigió “elecciones presidenciales y parlamentarias libres”, y demandó el apoyo internacional al pueblo venezolano como víctima de Maduro.
La paradoja que atrapa a Michelle Bachelet, en suma, es que supo de derechos humanos mientras los perdía bajo la represión dictatorial chilena. Luego la absorbió la lógica del Estado como gobernante. No sabe conjugar sino en favor del poder y de sus socios progresistas. Olvida que su oficio no es cautivar a los represores, sino cooperar con la Justicia. Al escucharla, entiendo ahora que sus Informes sobre los Crímenes de Lesa Humanidad de Maduro no hayan pasado más allá de la mesa en donde deciden las mayorías políticas. No llegan hasta la Corte Penal. De nada le han servido a la ONU, por lo visto, la digna contrición y las lágrimas del fallecido Annan.
Asdrúbal Aguiar