28 de diciembre de 1835
Día de los Santos Inocentes
A los condenados los condujeron atados de manos y pies uno con otros. Eran nueve insurgentes y habían sido sentenciados a morir fusilados. Las pocas gentes que se agolparon en la Plaza de Altagracia de Barquisimeto, presenciaron con estupor el estado de aquellas almas en cuyos rostros se dibujaba la muerte.
Los maltrechos prisioneros eran guiados por un soldado a caballo quien gritaba improperios, quizás con la intención de sentirse importante ante los vecinos que miraban, bien desde sus ventanas o bien desde la acera, el cumplimiento de aquella orden macabra. Todos habían participado en la Revolución de las Reformas, promovida por militares descontentos ante la disolución de la Gran Colombia.
Las Reformas fue liderada por Santiago Mariño y uno de sus más notables reformistas en Barquisimeto, lo encarnaba el general José Florencio Jiménez, un reconocido héroe de la Guerra de Independencia, quien se alzó en Quíbor, su pueblo natal, el 24 de septiembre de 1835, para tomar el gran bastión de Barquisimeto el 25, pero fue derrotado por las fuerzas leales, destacando el doctor Juan de Dios Ponte, nacido en Cabudare.
Entre los maltrechos prisioneros estaban los poetas: José Mármol y Lorenzo Álvarez Mosquera, “El Rano”, ambos caroreños.
Lorenzo Álvarez Mosquera, fue el único barquisimetano de los 100 venezolanos que vencieron en la batalla de las Queseras del Medio en 1819, al mando de José Antonio Páez; pero también fue uno de los jinetes predilectos de Simón Bolívar, por su capacidad de evasión, rastreo del enemigo y conocedor de caminos, cuando había necesidad de llevar correo entre tropas distantes.
Al paredón
Los acontecimientos tomaron un giro dramático cuando los reos fueron conducidos en fila al paredón contiguo a la plaza acompañados por el sacerdote de la iglesia de Altagracia con el fin de darles los últimos auxilios espirituales, mientras declamaban un poema compuesto por uno de ellos.
Mientras el escenario se tornaba más conmovedor, la gente se arremolinó en medio del terroso ámbito de la plaza, al tiempo que retumbaban con estruendo los redoblantes. Eran las once de la mañana. Uno de los condenados intentó dirigirse al público gritando: “soy un hijo del amor”, pero su clamor fue ahogado por el sonido de los tambores. Otro de los prisioneros, enardecido, dio la orden de fuego y los soldados confundidos dispararon. Una de las balas destrozó el crucifijo que llevaba el prelado. En medio del desconcierto se dio la instrucción inequívoca de disparar nuevamente. Entre los infortunados, hubo uno que desmayó antes de recibir la bala mortal, pero inmediatamente un soldado que componía el escuadrón de ejecutores, se acercó y le acertó un tiro de gracia en la frente.
Cadáveres insepultos
El presidente de la República doctor José María Vargas había firmado por intermedio de la Corte de Justicia, la suspensión de la ejecución, la cual fue aprobada en Caracas el día 26 de diciembre, pero en el término de la distancia, el bando del perdón llegó el 31 de diciembre, cuando ya el castigo había sido perpetrado.
Las aves de rapiña que merodeaban el cielo, delataban el dantesco escenario donde yacían los cadáveres de los facinerosos que quedaron expuestos durante varios días en la Plaza de Altagracia, a un lado del paredón sureste. Nadie se atrevió a darles sepultura, por el temor de ser acusados de afectos a la causa de los conjurados, pues se había corrido el rumor de que las autoridades habían dado la orden de apresar al primero que se acercara a los muertos porque eso significaría que pudieran ser seguidores de la causa insurreccional.
Los cadáveres pronto se pudrieron y el cura, desesperado por la pestilencia, recorrió el barrio, tocando casa por casa en busca de voluntarios para realizar las exequias. Pero no consiguió a ningún benevolente. Por fin tuvo una idea y fue cuando pensó que los que habrían de realizar los funerales de los difuntos ejecutados debían ser neutrales políticamente hablando, es decir alguien que pudiera estar en uno u otro bando indistintamente. Fue así como el sacerdote reunió a varias mujeres que ejercían la prostitución en la ciudad, y entre ellas algunas plañideras o lloronas. Por la caridad pública fueron llevados los féretros a la iglesia de Altagracia y así pudieron hacer los funerales de los ajusticiados y trasladados luego al cementerio de San Juan.
Luis Alberto Perozo Padua
Twitter: @LuisPerozoPadua