#OPINIÓN Del Guaire al Turbio: Miseria y grandeza #25Nov

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El rey David era un joven pastor, pero lo escogió Dios para segundo rey de Israel. El primero fue Saúl y a ambos los ungió  Samuel, quien por largos años fue sacerdote y juez del pueblo. Israel no era gobernado por reyes sino por jueces y, de pronto, los israelitas se sintieron disminuidos ante los otros pueblos que tenían rey. Entonces le pidieron a Samuel, ya que estaba  viejo y sus hijos no daban la talla, que les nombrara un rey. El juez se disgustó, los jueces habían cumplido su cometido. Consultó con Dios y este le dijo que complaciera a ese pueblo cabeza dura, pero que le advirtiera los males que les traería la monarquía. Todos los que conocemos hoy. Está en el Antiguo Testamento libro I Samuel, capítulo 8, por si alguien lo quiere comprobar.

Si seguimos leyendo, veremos la historia de David, uno de los personajes más grandes y atractivos de la historia, por su hidalguía, su valor guerrero, su tino de gobernante, su poesía, su misticismo, su gran fidelidad al Señor. Y sin embargo, cayó en la vileza del adulterio agravado por el asesinato. El cantor de los Salmos, arrepentido, lloró largamente. El segundo fruto del vientre de la mujer ajena -el primero murió- fue Salomón, discreto joven que, al heredar el trono y Dios lo invitara  pedirle lo que quisiera, sólo pidió sabiduría para gobernar a su pueblo. Dios se la concedió y añadió todo lo que no había pedido: fama y riquezas. Al cabo de los años, Salomón cayó en la degradación. Tuvo muchas mujeres, algunas paganas que levantaron altares a sus dioses. Gran ofensa al Dios único. La sabiduría fue vencida por la lujuria.

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No hemos cambiado. La historia esta llena de esa dualidad en los seres humanos: miseria y grandeza. El fomes peccati  siempre está presente. En la escondida profundidad de la conciencia, cada uno de nosotros sabe cuales son sus miserias y sus grandezas. ¿Por qué nos escandalizamos cuando vemos la caída de los grandes? ¿Es que alguno de nosotros puede lanzar la primera piedra? No debemos satanizar una institución porque algunos de sus miembros hayan errado. Todas están en manos de hombres falibles, sean de origen humano o divino. Tal, la Santa Iglesia Católica y Apostólica.

Siempre la Iglesia ha estado en manos de pecadores, desde sus simples fieles hasta las esferas más altas de su jerarquía. ¿Quién no se acuerda del papa Alejandro VI, el padre de los Borgia? Y si seguimos escarbando, no nos faltará material de escándalo. En otras épocas, la práctica común, lo que se estilaba, era el disimulo en la sociedad, la familia y las instituciones. Hoy lo llamamos hipocresía. Se decía que la ropa sucia se lavaba en casa porque nadie quería exponer sus miserias a la luz pública. En las historias familiares siempre había y hay, lunares, ovejas negras, saltos atrás, pero de eso no se hablaba, ni existía el ADN ni las nuevas tecnologías para comprobar el traspié de algún abuelo o abuela. Se callaba y punto. Nadie hablaba de eso. Top secret.

En la Iglesia y con más razón para evitar un mayor escándalo, se ocultaban las miserias de su clero. Los últimos sumos pontífices han dado un vuelco a la cuestión. Se debe conocer la verdad, investigar al culpable y someterlo a juicio no sólo religioso sino civil, cuando es pertinente, porque se trata de un ciudadano común que ha faltado a la sociedad, además de a su vocación eclesial. El resultado es mucha podredumbre que ha saltado hacia fuera. Lo vemos con dolor, pero también con alivio: a los tumores hay que meterles el bisturí para que salga el pus y se cure la infección. Es lo que está haciendo el Vaticano, enhorabuena. La última llaga abierta ha sido la del cardenal ex arzobispo de Washington. Hasta esas alturas ha llegado el demonio. San Pablo VI ya lo advirtió cuando dijo que el humo de satanás había penetrado en la Iglesia. Esta es la miseria.

Esta su grandeza: el origen divino. Fundada por Jesucristo como esposa suya, enriquecida con las joyas sacramentales para santificar a la humanidad y conducirla a la felicidad eterna, tiene solidez estructural capaz de atravesar tempestades. Ha aflorado su gran miseria y al mismo tiempo su grandeza: entre canonizados y otros en proceso, los siglos XX y XXI han dado cuatro papas santos: Pío X, Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II.

Alicia Álamo Bartolomé

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