El Perú, país hermano y de nuestros afectos, donde residí durante seis inolvidables años de mi vida, pese a haber registrado un positivo crecimiento económico en los últimos años, con promedios del 4% en la última década, está sumido en una grave crisis política y de gobernabilidad.
Tras el gobierno militar de izquierda del General Juan Velasco Alvarado, que retrasó al Perú, y de la Junta Militar encabezada por el General Morales Bermúdez, la cual rectificó el rumbo y llevó al país a elecciones democráticas, se abrió el período cívico de Fernando Belaúnde Terry (1980-1985); luego, el primer gobierno de Alan García (1985-1990), que equivocó su orientación de política económica; llegó más tarde Alberto Fujimori (1990-2000), que limpió al país de la guerrilla y modernizó la economía, pero incurrió en el error de rodearse de personajes siniestros como Montesinos, disolver el Congreso, y pretender un tercer período, lo cual lo forzó a huir y renunciar desde el Japón, y declarado en vacancia por el Congreso, y más tarde llevado a la prisión que hoy ocupa; vino después Alejandro Toledo (2001-2006), quien terminó su mandato sin mayor gloria, hoy en el exilio por acusaciones de corrupción; más tarde asumió Alan García un segundo mandato (2006-2011), bastante mejor que el primero, pero tristemente terminó suicidándose por las acusaciones en su contra por idéntico caso; le siguió Ollanta Humala (2011-2016), investigado por lavado de activos al finalizar su período; en 2015 fue electo Pedro Pablo Kuczynski, quien renunció tras ser cuestionado por los tentáculos de Odebrecht, habiéndolo sucedido el Vicepresidente Martín Vizcarra, quien debía haber concluido en julio de 2021 el período quinquenal iniciado por Kuczynski.
Martín Vizcarra adoptó medidas impopulares para la clase política, como la disolución del Congreso en 2019 por asuntos de confianza y por una pugna de poderes entre el Ejecutivo y el Legislativo, convocó a elecciones parlamentarias en enero del presente año, con un resultado atomizado, clientelar, y sin que el gobierno contara con una representación que le sirviera de respaldo. El Parlamento trató dos veces sin éxito de abrirle juicio político a Vizcarra, hasta lograrlo finalmente hace pocos días, justificando su decisión en “incapacidad moral”, por presuntos delitos de corrupción ocurridos cuando Vizcarra era gobernador de Moquegua entre 2011 y 2014. Asumió entonces el presidente del Congreso, Manuel Merino, decisión que provocó indignación popular, en protestas que fueron reprimidas con un saldo de dos muertos y decenas de heridos. Por tal razón, el pueblo, y el Congreso del que provenía Merino, le dieron la espalda. Merino renunció al cargo para el cual había sido designado y juramentado cinco días antes, generando un grave vacío de poder, que debió ser resuelto por el responsable de la crisis: el Congreso. También renunció el gabinete ministerial y el presidente del Congreso en ejercicio, Luis Valdez.
Perú ha vivido así un largo período de problemas de gobernabilidad y de liderazgo, que no es exclusivo de ese país, ya que en otras naciones de la región han ocurrido movimientos erráticos entre la izquierda y la derecha, bajo visiones con frecuencia populistas o ligeras, como fue el caso de Bolivia con el fraude electoral de Evo Morales, y el retorno de su partido al poder con Luis Arce.
El editorial del influyente diario El Comercio de Lima del domingo 15 de noviembre, se pronunció en favor de la renuncia de Merino, por mentir sobre el empleo de la fuerza en contra de las manifestaciones, pero también por la reacción del pueblo ante la destitución de Vizcarra, decidida por “un Congreso populista, irresponsable y carente de autoridad moral”. Dicho editorial, así como varios analistas políticos, cuestionan la remoción de un presidente que ha debido ser investigado o juzgado al término de su mandato en 2021. Haber optado por la destitución en medio de la grave crisis económica y de salud derivada de la pandemia, y pese al apoyo popular con que contaba Vizcarra, generó las reacciones contra Merino y su cuestionado equipo, al cual se consideró incapaz de gobernar al Perú. Al cierre de esta nota, hubo luz al final del túnel: el Congreso eligió para la transición a Francisco Sagasti, a quien conozco de mis épocas de la Junta del Acuerdo de Cartagena, donde fue consultor. Tiene un CV brillante: Magíster y Doctor de Pennsylvania State University, con importantes cargos en el sector público y en el Banco Mundial, y profesor en destacadas universidades, como la Pontificia Católica del Perú, el Instituto de Empresas de Madrid y la Escuela de Negocios de Wharton, Pensilvania. No dudo de su capacidad de éxito en un escenario complejo.
Tampoco dudé en ningún momento en considerar que la decisión contra Vizcarra, de manos de un Congreso desprestigiado y clientelar, fue irresponsable e inoportuna. Me recuerda la decisión adoptada en Venezuela por el Congreso de la República contra Carlos Andrés Pérez en 1993, acusado por transferir US $ 17 millones de recursos de la partida secreta de la presidencia para auxiliar al débil gobierno de Doña Violeta Chamorro, que asumía en Nicaragua tras el triunfo electoral contra el sandinista Daniel Ortega, sin que ella encontrara un céntimo de reservas, ni protección personal. Esa decisión, que era de seguridad nacional para Venezuela y el Caribe, y había sido aprobada por el Consejo de Ministros, fue el pretexto para someter a juicio al presidente Pérez y defenestrarlo, con un altísimo costo político para el país, que aún estamos pagando. Pérez, al igual que Vizcarra, estaba a ocho meses de entregar el poder, aunque ciertamente debilitado por las dos intentonas de Chávez para derrocarlo, y por la ceguera de la dirigencia, y de su propio partido.
Lamentablemente, nuestra América Latina no mira hacia la historia para evitar repetir sus errores. En el caso del Perú, pese a que en abril de 2021 habrá elecciones presidenciales, el daño se hizo, y el pueblo se alzó contra los usurpadores. Tampoco se ven con claridad los peligros que acechan a las democracias por la insurgencia de la izquierda radical en la región, y la desestabilización en marcha. Por ello, cabe preguntarse: ¿Hubo algo más detrás de la crisis política peruana? ¿Continúa una campaña de desestabilización en América Latina para generar condiciones favorables a la conquista del poder por parte de la izquierda antidemocrática? Entre tanto, el mundo y los inversionistas observan con estupor a una región errática, con una institucionalidad frágil, que da tumbos y compromete sus impostergables necesidades de desarrollo económico y social. Ojalá que la crisis en este país hermano, socio de Colombia en la Comunidad Andina y en la Alianza del Pacífico, abra los ojos sobre la necesidad de fortalecer la democracia, atacar los problemas sociales, escoger buenos parlamentarios, alcaldes, gobernadores, y desde luego, presidentes, ajenos al populismo clientelar. Y desplegar una lucha denodada contra la corrupción, cuyos tentáculos irradian sobre la integración de los poderes públicos, comenzando por la justicia. Es tiempo de abrir los ojos, y de asumir reformas y soluciones sociales impostergables, en beneficio de nuestras erosionadas democracias.
P.S. En EE.UU., la personalidad egocéntrica de Trump le impide aceptar la derrota, atribuyéndola a un fraude aún no demostrado, e impidiendo el inicio de una transición civilizada en la polarizada potencia del norte. La crisis de gobernabilidad y liderazgo se extiende sin pausa por el mundo.
Pedro F. Carmona Estanga