Qué duda puede caber en la certeza de la extendida afirmación según la cual la Democracia está en crisis y que de ella no queda sino un fantasma de palabras que ya ni enamoran ni convencen a nadie.
Por más que el miedo o la nostalgia nos invadan al perderla, pues no es fácil decir adiós a una madre y maestra constructora, es un hecho frontal que ese sistema político y de vida que conocimos y nos marcó tan profundamente dejó de ser una forma de convencimiento y cultura suficientes para una sociedad trastornada cuyos rasgos más notables de la pandemia que ya vivía en ella se aumentaron a la luz de la peste actual.
Recuerdo que desde mi época de estudiante se hablaba sobre el particular pero para referirnos muy parroquialmente al caso venezolano, a la crisis de sus partidos políticos, a la corrupción generalizada de la sociedad, a la depreciación de las instituciones, a la ambición por la riqueza fácil, a la falta de ciudadanía, a los cambios que debían hacerse y no se hicieron, en fin. Éramos tan superficiales y no lo sabíamos.
Imagino que en ese nuestro caso específico de nación históricamente inestable, era vicio de costumbre el retorno incansable a la discusión del tema en dos sentidos: por un lado estaban los que de la manera más sincera y preocupada apuntaban con pelos y señales las razones y detalles de la crisis del sistema político venezolano y de sus debilidades más preocupantes, y hacían un llamado impaciente, la más de las veces postergado o inútil, “profetas del desastre” nos llamaban, a que se tomarán las medidas necesarias antes que se produjeran circunstancias concretas que pusieran en riesgo aquello que nos había costado tanto esfuerzo en el tiempo. Por otro lado estaban los que al tanto de la situación y de manera más o menos velada asumían la crisis como una posibilidad para tomar el poder por la fuerza, el resentido vicio de costumbre, la razón de sus vidas, y así se jugaron las cartas que finalmente explican brevemente los detalles del presente.
En Venezuela ocurrió, como tantos advirtieron y todos conocemos ahora y tantos vivimos día a día desde hace más de 20 años, la destrucción total de la democracia y no solo de ella sino la del país entero y de sus gentes cada una; pero eso es ya otra historia.
Lo que ocurre es que hoy, por tantas razones, vemos el deterioro de la democracia en su conjunto, su decaimiento a nivel global. Y es que la democracia como construcción social capaz de expresar la mutación sociológica global que vivimos, resulta incapaz, insuficiente y obsoleta, para comprender, representar y gobernar, a pesar de los esfuerzos, la ebullición social que se está desarrollando en la actualidad.
Esta situación caótica que vivimos es indetenible en el mundo occidental y es la que explica la multiplicación de movimientos que llamaremos provisionalmente pro dictatoriales o pro autoritarios o al menos fomentadores de la anarquía social y el caos, entre los que mencionaremos a los grupos de izquierda y derechas radicales, fundamentalistas, pronazis, progres, Antifa, chalecos amarillos, y tantos otros, todos populistas, que se mueven interminablemente, unos a la luz de todos y otros menos evidentes y tantos clandestinos, que son parte de una cultura política y social harta y agresiva hasta no más ya instalada en el ser social del presente y fomentados por factores perversos de poder mundial sin frenos eficientes.
Dicha realidad aquí apuntada, cada día más asfixiante por demás, es en la que se ha disuelto la confianza del individuo con lo que lo rodea, es la que ayuda a romper con la fe en el futuro, es la que envilece el respeto y el apego que nos mantenía adheridos a creencias y valores que engendraban comportamientos de afecto, compasión, compromiso y respeto. Todo ello requiere de un distinto modelo de organización social y política que no está claro aún, al menos es mi caso, cuál debe ser. Por ello es que además las condiciones están dadas para que surja lo que no deseamos.
Lo que estamos viviendo y viendo con lo que ocurre en la sociedad de los Estados Unidos, en el espectáculo electoral que allí sucede y para el cual no hay que pagar entrada para estar presentes, es el cuadrilátero más transparente y representativo de la crisis mundial mayor que es existencial en la que está involucrada la esencia de la democracia que conocimos como forma adecuada de representación y guía hacia el bien sostenido de la sociedad humana.
Podrá seguir por allí ciega, cojeando sorda y muda, por aquí y por allá dando y creando lástima por los rincones de la casa, dejándose manosear por los de siempre, pero ya no será sino una crujiente forma, una sombra, que no encuentra aún un sustituto. En esas andamos, con el alma en vilo.
Leandro Area Pereira