La Prudencia como virtud es mucho más de lo que llamamos “prudencia” en el lenguaje común. Tan importante es esta virtud que Jesucristo nos la presenta como un requerimiento para entrar al Reino de los Cielos, cuando nos cuenta la famosa parábola de las vírgenes necias (Mt. 25, 1-13).
Jesucristo llega de improviso a llamar a su Banquete Eterno. Y todos nosotros estamos representados por las diez jóvenes. Cinco de las jóvenes eran prudentes y cinco eran descuidadas. Las prudentes tenían suficiente aceite para tener las lámparas encendidas; las otras cinco se quedaron sin aceite y no pudieron entrar al Banquete Celestial.
Nuestra vida aquí en la tierra es la ante-sala para esa Fiesta Eterna. Estamos todos invitados, pero para poder entrar tenemos que estar preparados con lámparas llenas del aceite de buenas obras y de virtudes.
La Prudencia consiste en saber lo que debemos hacer o dejar de hacer en cada situación de nuestra vida. En otras palabras: es tomar buenas decisiones. Pero ¡ojo! cada decisión debe ser hecha con miras a alcanzar la vida eterna. Es decir: la Prudencia es como la guía que nos lleva al Banquete Celestial.
Ejemplos: la persona prudente sabe aplicar las experiencias del pasado al momento presente y sabe decidir sobre lo que es bueno o malo, conveniente o inconveniente, lícito o ilícito. Y esas decisiones las toma con sentido de eternidad: cómo influye cada decisión en mi entrada al Banquete Celestial.
La persona prudente sabe decidir “prudentemente” tanto en los casos urgentes -cuando no es posible detenerse en un largo examen- como en los casos no urgentes -cuando sí puede hacer una reflexión con más tiempo.
Un rasgo importante de la persona prudente es que pide consejo a personas sabias, y, si es necesario, acepta corrección cuando se la hagan.
La persona prudente evita el pecado y -aún mejor- evita la tentación al pecado, porque sabe que ésos son obstáculos que pueden poner en peligro su fin último, que es la salvación.
Lo contrario a la Prudencia es el descuido, la imprudencia. Imprudente es aquél que en sus decisiones no tiene en cuenta su fin último. También pueda que sea inconstante y abandone por cualquier motivo el camino de la salvación.
La principal imprudencia, sin embargo, es la de dar una imprudente sobrevaloración a las cosas terrenas. Los imprudentes espirituales pueden ser muy cuidadosos para las cosas de este mundo, pero muy descuidados para las cosas que tienen que ver con la vida eterna.
Los prudentes entrarán al Banquete Celestial y los imprudentes tendrán que oír la sentencia que el Señor nos da al final de esta parábola: “No los conozco”. Para evitar esto, hay que estar prudentemente preparados siempre, ”porque no saben ni el día ni la hora” (Mt. 25, 13).
Isabel Vidal de Tenreiro
www.homilia.org