Ante la elección presidencial boliviana, cuyo ganador Luis Arce ya fue felicitado por su contendor Mesa, la presidenta interina Añez y el gobierno de Estados Unidos hay dos opciones simplistas: triunfó el pueblo con Evo o los latinoamericanos no aprendemos. Como siempre, hay una tercera, más lógica y compleja. Hay que atreverse a explorarla.
El intento reeleccionista de Evo Morales, inconstitucional y tramposo, fue el detonante de una ola de protestas masivas que con un resultado electoral ajustado y salpicado de denuncias de fraude, desencadenó una crisis en la cual los militares se pusieron del lado de la mayoría que reclamaba. Resultado: elección desconocida, dimisión del Presidente, gobierno interino y nueva convocatoria electoral que hubo de ser diferida por la pandemia.
Los demócratas bolivianos, un conjunto diverso, creyeron que el mandado estaba hecho y salieron a competir entre sí como si nada. No fueron capaces de unirse, hasta que tardíamente la realidad de los sondeos les avisaba el peligro inminente y lo hicieron defectuosamente. Tampoco supieron, quisieron o pudieron, presentar una opción atractiva, creíble y convincente.
Por motivos de la polarización y crispación criollas, tendemos a polarizar la política internacional, y meter en el mismo saco a todas las izquierdas latinoamericanas, incluso las democráticas. Y cualquiera que en cualquier lugar sea alternativa a la derecha, incluso si es la más recalcitrante. Ese modo de pensar mete en un mismo saco a Sánchez y Borrell con Kim Jong-un, a Lula con los Castro y a Ortega con Tabaré o, válgame Dios, hasta con Biden. No necesito aclarar mi posición ideológica para decir que ese es un terreno movedizo, fértil para el error de juicio.
Evo ¿deberíamos decir Ego? Morales se empeñó en una tercera reelección. Fue soberbio, frecuentemente arbitrario e incluso con sospechas serias de corrupción, pero su gobierno no es comparable con el de aquí, el de Nicaragua o el de Cuba. Por ejemplo, ya desearíamos nosotros en una semana la inflación anual de Bolivia, su crecimiento económico y sus avances sociales. Dio estabilidad interna y demostró sagacidad internacional. Ante nuestros gobernantes jugó la carta izquierdista y le sacó jugoso provecho. En Europa, la causa indigenista, a lo que su origen aimara le da credibilidad.
La significación de la condición de indígena, por cierto, no puede subestimarse en una nación como Bolivia cuya población es (según su censo de 2012) 37% indígena originaria y 59% mestizo con alto componente autóctono. El 3% es blanco y negro el 1%. Morales fue el primer indígena en presidir el país. Arce, mestizo paceño de una familia de clase media fue su exitoso ministro de economía.
La oposición a Morales gobernó el país diez meses. Se le atravesó la pandemia, un obvio limitante para la gestión. También hay que considerar que su desunión, accidentes y desencuentros no permitieron desarrollar políticas que transmitieran a sus conciudadanos que no se trataba de una vuelta a la vieja política conocida o desconocida, pero siempre marcada por el prejuicio.
Hay en esta elección boliviana lecciones útiles para la oposición venezolana. La primera y obvia es la unidad. Pero la unidad no basta y no por lo que dicen sus enemigos abiertos o embozados. La unidad tiene que ser coherente y convincente. Si no, es el saco de gatos y gatas. Para enfrentar con éxito los populismos de este tiempo, los demócratas deben presentar una alternativa que muestre responsabilidad, solidez, empatía con los sufrimientos y propuestas creíbles de soluciones para el progreso.
Para el gobierno también las habría, claro. Como que el problema es el personalismo soberbio, que no hay que temer a una elección limpia si se ha hecho una gestión defendible y para hacerla, hay que renunciar a la superstición ideológica. Sinceramente, no los veo dispuestos a atreverse.
Ramón Guillermo Aveledo