La pandemia vuelve a asestarnos otro rudo golpe.
Luego de dos semanas en una lucha que jamás logró resentir su amor por la vida ni su apego a los sentimientos que brotan de la fe y la bondad, se nos ha ido Alexei Guerra.
Con particular emoción descubro, al escribir estas líneas, que su solo recuerdo, proverbialmente grato, concentra el admirable poder de disipar el abatimiento que nos deja el duelo.
Nuestra amistad nació ligada a la fraternal relación que, muchos años después, aún mantenemos intacta con su padre, Alexis Guerra.
«Triste el momento que vivimos. Voló a lo alto, llamado por Dios», me escribió Alexis, apenas minutos después de darse el muy lamentable desenlace.
Hace tiempo, nos complació mucho, en El Impulso, cuando logramos que las páginas de Opinión las compartieran, con un día de diferencia, padre e hijo, Alexis y Alexei, articulistas mesurados y enjundiosos, profesores ambos de la UCLA.
No se me ha borrado de la memoria el regocijo que sentíamos cuando, una vez al año, al congregar en un ameno compartir a los colaboradores intelectuales del periódico, los dos Guerra, enlazados en la comunión que dicta el anhelo de servir, acudían puntuales y nos regalaban el aval moral de su casta presencia.
Alexei, además de docente, era locutor y también allí brilló como un comunicador atildado, inteligente, proclive a las causas sociales y a las iniciativas de superación personal.
Así lo recordaré: Sencillo, honrado, útil, sonriente siempre. Es de esas vidas ejemplarizantes e injustamente cortas que no queda más que agradecerles haber estado entre nosotros.
Es sólo un hasta luego. Gracias, Alexei.
José Ángel Ocanto