#COLUMNA Campana en el desierto: Esto me desgarró el alma #11Oct

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Después de los estragos de un viernes negro, cuando tras hacer cola para surtirme de gasolina desde la madrugada, ya entrada la tarde los militares, dueños y señores del país, me despacharon para la casa con la novedad-orden de que «¡la gasolina se acabó!» (yo no formaba parte de sus cupos dolarizados), lo que tuve que presenciar este sábado me llenó de una indignación mayor. Una mezcla de dolor, impotencia y profunda arrechera.

Había ido a la venta de verduras que me queda más cerca (para poder llegar a pie hasta ahí) y, justo en la entrada, dos señores, uno de 65 años más o menos, y otro de 50 y algo, se habían apoderado de una pequeña cesta hacia donde un empleado iba lanzando los frutos que nadie estaría dispuesto a comprar, ni siquiera a recibirlos gratis. Todo aquello estaba evidentemente descompuesto, podrido.

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Hurgando con dedos ávidos, y bajo una mirada atenta, esperanzada, y a ratos espantosamente curiosa, los dos hombres separaban del revoltillo de naranjas, ñames, ocumos, cebollas y ramas de cilantro, la escasa partecita que aún adivinaban sana, salvable, apta para un estómago probado seguramente en largas hambres; y lo guardaban, con cuidado, como si de un tesoro oculto se tratara, todo junto, en una bolsita que Dios sabrá dónde encontraron. Los dos hombres se consultaban uno al otro en un lenguaje sordo, apenas distinguible, casi gutural; eran palabras y gestos tan descompuestos e irreconocibles como los frutos que recababan.

Mientras escena tan triste (y bochornosa en un país que lo tiene todo para ser feliz y próspero) se producía allí en esa acera, en nuestras narices, un hiriente pensamiento no dejaba de atormentarme. Me preguntaba si, como era los más probable, había otros compatriotas, niños quizá, aguardando en hogares con mesas vacías y estómagos maltrechos, por lo que el padre de alguna forma podrá traer más tarde al hogar. Un bocado cualquiera, pero al fin de cuentas milagroso, que al menos logre estirar la sobrevivencia, el mal vivir, por éste solo día.

¿Cómo es posible, Señor, que los culpables de semejante tragedia ambicionen prolongar sus groseras orgías de privilegio, impunidad y latrocinio?

José Ángel Ocanto

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