Dentro de los tradicionales cánones de la diplomacia internacional los gobiernos generalmente reconocen a todo régimen con poder de facto en otro país, por repugnante que sea. Por eso muchos estados democráticos vienen reconociendo – al menos hasta ahora – a regímenes como los de Cuba, Irán y Corea del Norte como representantes de sus respectivas naciones.
Una gran excepción a esa práctica fue la llamada Doctrina Betancourt, que estableció la ruptura de relaciones diplomáticas con gobiernos sin origen democrático y dictatoriales en el Hemisferio Occidental. La reivindicación de esa doctrina es un formidable logro del movimiento democrático venezolano, logrando que unas 60 cancillerías y gobiernos del planeta repudien al régimen de facto impuesto paulatinamente en Caracas tras la designación de un tribunal supremo espurio a fines de 2015.
Ese repudio ha llevado a un creciente número de naciones a sancionar a los principales personeros de la dictadura y a reconocer a la Asamblea Nacional como único poder legítimo representante del pueblo venezolano, validando que – a la luz de la constitución de 1999 – esa legislatura asuma el Poder Ejecutivo ante el vacío de poder y la usurpación basada en la farsa “ electoral” de 2018.
Es la mayoría democrática de la Asamblea la que asigna la presidencia interina de Venezuela al diputado Juan Guaidó, un hombre que no se debe juzgar cual caudillo o candidato sino como representante temporal de la institucionalidad democrática en Venezuela: Reto que viene asumiendo con enormes sacrificios, valentía, perseverancia, dignidad y discreción, sin pretensiones políticas más allá del mandato otorgado.
Es, sobre todas las cosas, el principal símbolo de la constitucionalidad, de la legalidad, y de la voluntad del mundo democrático de devolver libertades al pueblo venezolano a la brevedad posible, y así debe ser considerado.
El régimen lo ha entendido y por eso ha desatado toda suerte de treta y campaña – con frecuencia acompañado por perennes tontos útiles – en descrédito de su persona y gestión, comenzando por la táctica más perversa: Exigir que actúe como gobierno en plenas funciones, todo ello acompañado de un diluvio de mezquindades destinadas a erosionar la mayoría democrática que representa.
La importancia de Juan Guaidó no está en lo personal – sin negarle atributos – sino en lo que representa en el complejo tablero nacional e internacional que promueve la restauración del sistema democrático en Venezuela. Es eso – y no una candidatura o antojo – lo que la gran mayoría democrática apoya y defiende.
Antonio A. Herrera-Vaillant