Venezuela tiene una economía que ha perdido más del 75% de su producto interno en tan solo 5 años. Esta afirmación tiene muchas implicaciones: una disminución del producto viene acompañado de un aumento del desempleo; una disminución relativa de la demanda de empleo tiene un impacto directo en el salario medio del sector formal, cuya variación es mucho menor que el costo de la vida, lo que incentiva — aún más — la actividad informal; menor actividad económica se resume en menores ingresos, lo que a su vez significa menor capacidad de demanda; una disminución del PIB repercute directamente en los ingresos fiscales, lo que podría generar un aumento de la presión tributaria, de los niveles de deuda o de la inflación en caso de que el gobierno no haga ajustes en su gasto público; desaparece la clase media, se acentúan las desigualdades sociales y todo un país — por ejemplo el 96% — es considerado como pobre.
Durante este proceso de pérdida de riqueza se generan cambios estructurales de relevancia, la economía es cada vez menos intensiva en capital y la actividad comercial mucho más preponderante. Con estas características es claro que se depende en mayor medida de las importaciones, lo que aumenta la presión del tipo de cambio sobre el nivel de precios. Una economía sin capital sencillamente pierde su perspectiva a futuro, es una economía que se reduce a la inmediatez, más ineficiente, más costosa; el resultado incluso salta a la vista, es una economía que se deprecia con el tiempo: la maquinaria, la infraestructura, el transporte, los servicios. Todo pierde valor; es un empobrecimiento generalizado de la sociedad.
Así las cosas, la economía se vuelve más dependiente de lo que no produce, el comercio adquiere protagonismo y se convierte en la actividad por medio del cual muchas familias obtienen los ingresos que les permite sustentarse. A falta de oportunidades, es natural y esperable que esto ocurra.
No obstante, las circunstancias también incentivan otras actividades que no tienen ninguna cualidad virtuosa: la delincuencia se prolifera de muchas maneras, llámese extorsión, estafa o robo a mano armada; aumentan los casos de funcionarios policiales que abusan de su poder de coacción para expoliar a los ciudadanos, inventan delitos que no existen, como por ejemplo el delito de portar dólares, para acto seguido decomisártelos y así apropiarse de ellos; los funcionarios responsables de tramitar algunos servicios que ofrece el Estado exigen que los ciudadanos hagan erogaciones no tipificadas en normativa alguna y por tanto van directamente a sus bolsillos, sea el caso de la renovación del permiso de bomberos y del permiso de sanidad (en el caso de los comercios), trámites como la emisión de pasaporte, apostilla de documentos, registro de empresas, y un largo etcétera.
Este tipo de actividades llega a proliferarse de tal manera que los ejemplos siempre serán insuficientes; sin embargo, se puede decir que son actividades que no generan riqueza, no agregan valor, no son productivas, al contrario, expolian lo que pueden de la poca riqueza, del poco valor y de la poca producción que aún siguen generando unos pocos.
Un parásito es un organismo que vive a expensas de otro organismo, lo expolia, lo consume, no puede vivir por sí mismo, no puede generar riqueza, no es un ser virtuoso. El parásito vive de un juego de suma cero, es decir, su bienestar implica necesariamente malestar para otro ser vivo. Contrario a lo que pregonan los apologistas de la miseria, el mercado está muy alejado de ser algo parecido, en realidad se caracteriza por ser un proceso de coordinación y cooperación social: se necesita ofrecer algo que se considere valioso para que tenga aceptación, para que tenga demanda. Las personas necesitan crear valor previo al intercambio, porque de lo contrario, no existe forma para que otros adquieran voluntariamente lo que uno pueda ofrecer.
Se menciona esto por dos razones, la primera es porque llegamos a este punto gracias al auspicio de políticas que sistemáticamente acabaron con la propiedad privada, bajo el pretexto de que el mercado era quien nos expoliaba. En segundo lugar, porque gran parte del actual parasitismo se encuentra en el seno del mismo Estado, ya sea por la acción directa de sus funcionarios o por la omisión en el cumplimiento de sus funciones. Quedan en evidencia dos arreglos que son fundamentales para acabar con esta precaria situación: urge disminuir el tamaño del Estado, reducir la nómina pública, los procedimientos administrativos y el hermetismo; conviene un sistema de libre mercado, competitivo, bajo un ambiente institucional que facilite el libre acuerdo, la resolución de conflictos, la reducción de costos transaccionales y de riesgos producto de malas políticas monetarias.
Oscar J. Torrealba