La política debería ser la ciencia, el arte y el apostolado del bien común. Sí, debería ser…, pero en la práctica es todo lo contrario: es la ciencia, el arte y el apostolado del bien particular.
Nuestros líderes, sean del bando que sea, han perdido la brújula moral de la política, dejaron de ser ciudadanos para ser sólo candidatos. Yo creí en alguno, ya no creo en ninguno o, por lo menos, me reservo el derecho de la duda. Lo que veo a mi alrededor no es pasión de patria sino ambición. Ésta puede ser buena, pero cuando dejar de ser personal. Mientras nuestros supuestos adalides no se desvistan de ellos mismos, nada conseguiremos, sino división, desconfianza y así el pueblo cae en la triste, nefasta, negativa palabra de resignación. Cuando no se cree en nadie, sólo se espera la nada. ¿Para qué votar?
Terrible panorama para una nación que nació hace apenas dos siglos, lo que sería juventud en el continente europeo, por ejemplo. No tenemos de esa temprana edad el vigor ni el afán de lucha para construir o reconstruir un país. Somos una juventud marchita. ¿Dónde están los héroes del pasado? ¿Será que no lo fueron sino sólo un espejismo? ¿Ha sido un error separarnos de la Madre Patria? ¿Estaríamos mejor como súbditos de Felipe VI y Pedro Sánchez? ¡Uyyy…!
Todo esto me bulle en la cabeza ante el panorama de los tres meses que nos separan de una supuestas elecciones parlamentarias tan ilegítimas y de antemano fraudulentas, como lo es todo en este país desde 1999. Lo único políticamente legítimo -aunque una terrible equivocación- que ha tenido Venezuela en 22 años, es la elección presidencial de 1998. El pueblo eligió a un tipo que le gustó por nuevo, por su verbo enardecido y porque erróneamente vio en él un cambio positivo. No lo caló. Le pasó como a Adán y Eva en el Paraíso: le creyeron a una serpiente. Ésta es símbolo eterno de traición y satanismo. Apenas pasó un año para que se manifestara plenamente: frente a la trágica vaguada que cobró tantas vidas, no suspendió las elecciones para la asamblea constituyente, prevaleció su interés personal, ocultó la tragedia que se cernía sobre el Litoral y el estado Miranda para que la gente fuera a votar. La muerte enlutó la patria, pero a él y sus secuaces les importó un comino. Instigado por uno de ellos, maligno y gris consejero, hasta rechazó la ayuda extranjera para restaurar la zona que todavía hoy luce tan destruida como la nación entera.
Ya más nunca hubo nada legítimo ni constructor, sino una serie de degradaciones en todos los órdenes de la vida nacional. Estamos inmersos en un caos. No vemos salida porque somos una nación vendida a otra mucho peor que la nuestra. Los intrusos se han apoderado de todos los poderes y parecería que finalmente hasta del alma venezolana. Nadie reacciona.
Lástima, gente que parecía valiosa para levantar un fuerte movimiento de resistencia nacional, se ha conformado con intentar inútiles atajos para solucionar el drama, como diálogos, reuniones, aceptación de intercesores dudosos y hasta indultos también ilegítimos, porque no eran presos legítimos sino inocentes. Y todo eso, con miras a posiciones políticas futuras, ¡como si ayudar a la permanecía de un dictadura no fuera cuchillo para su garganta! Lo dije al principio: no hay ciudadanos sino candidatos. Y añado, no hay venezolanos.
Inermes como estamos y soñando con intervenciones extranjeras como en pajaritos preñados, no veo otro camino -o tengo un sueño– sino que un grupo pequeño de ciudadanos venezolanos -uno siquiera- con pasión de patria, capaz de hacer una unidad monolítica sin ambiciones personales, desinfectada, realice una movilización pacífica y decisiva que conmueva los más recónditos rincones del país. Recientemente la visita casa por casa de uno logró cambiar el voto de Petare, sus cerros y el oriente del país, ¿lo ha olvidado ese líder? Algo así pido hoy: una decidida decisión -como diría Santa Teresa- para organizar una gigantesca y total desobediencia civil.
Alicia Álamo Bartolomé