«La codicia del poder es la más flagrante de todas las pasiones»
(Tácito Cayo Cornelius)
Basta verlos y escucharlos para darse cuenta que los políticos piensan que son hombres estupendos, insustituibles, omnipotentes, los más aptos, los mejores. Les encanta que los reverencien, que los aplaudan, celebren sus bufonadas y ridiculeces, que los apoyen y crean todas sus mentiras, sobre todo en época electoral.
No hay nada que los detenga en la encarnizada batalla que libran por quedarse con la gallina de los huevos de oro del poder. Se enceguecen a tal punto del concepto de perfección personal que terminan absolutamente ubicados fuera de la realidad. Muchos de los actuales mandatarios de nuestro continente padecen el llamado síndrome de Hubris o Hybris, cuyas manifestaciones entre otras son: el narcisismo, el ansia desmedida del poder, el excesivo orgullo y soberbia, carecen totalmente de humildad, les encanta recibir culto y veneración por donde quiera que vayan, sienten gran desprecio por ideas contrarias a las suyas, se creen superiores a cualquiera.
Esta enfermedad afectó tanto al emperador Calígula que se presentaba ante el pueblo como un dios. No conoció los buenos modales, la compasión ni el respeto hacia los demás. Entre otros absurdos ordenó que edificaran una estatua en su honor y la adoraran.
José Stalin fue gran colaborador de Lenin en la toma del poder por los bolcheviques. En un principio fue Stalin crítico férreo del culto que creía merecer Lenin como jefe nacional, pero cuando le tocó a este estar en el lugar de Lenin, aprovechándose del poder que había acumulado, convirtió en obligación la veneración del culto a su persona como a Dios, quien se negara hacerlo corría el riesgo de morir.
Idi Amin Dada y Mao lo exigían. El delirio de superioridad de Hitler lo llevó a cometer las peores carnicerías humanas. Su borrachera de poder lo llevaba a recordar cada vez que tenía oportunidad de dirigirse a su pueblo que él era la encarnación del espíritu de Dios.
Arrogante insoportable fue George Bush quien aseguraba que su país había sido elegido por Dios para implantar en el mundo la justicia legal.
Este virus de endiosamiento y arrogancia pica y se extiende hoy día contagiándolo todo. Creerse los mejores ha llevado a muchos de estos sujetos a perder el sentido común y la total capacidad de raciocinio.
A la hora del apoyo y del rendimiento de cuentas, todos sabemos dónde se asientan sus vanaglorias y ambiciones y cuáles son sus obras. Las obras de un gobernante no se miden por lo que dice o por lo que promete, sino por el volumen concreto de estas.
Privilegios, pleitesias y culto a la persona de un líder político o religioso riñen con todo principio de moral, de humildad e igualdad.
Los valores en nuestra Venezuela están invertidos, los malos y peores son los condecorado, los buenos sometidos a todo tipo de crueldades y de abusos. Los antiguos entendieron que no tendrían buen final sus endiosamientos.
Dedujeron que para vivir bien y en paz nadie debía dejarse llevar por sus ruines pasiones.
«Los que no moderan sus pasiones inexorablemente serán arrastrados a lamentables precipicios»
(Andrés Bello).
Callarse, no expresarse, no participar en la lucha, hacer el vacío, etc, jamás ha librado a pueblo alguno de sus peligros tiranías y opresiones.
Lidiar unidos con valentía y por la patria es el mejor presagio de victoria. De quien se atreve más el triunfo ha sido:
«Quien no espera vencer ya está vencido»
(Joaquín Olmedo)
Amanda Niño de Victoria