No sé si el nombre que nos ponen en el registro civil y en la pila bautismal imprime un misterioso sello sobre la personalidad, pero lo cierto es que el mío me ha marcado. Alicia –nombre único, no tengo otro- viene de la palabra griega Aletheia que tiene, entre otras traducciones, todas en relación a descubrir lo oculto, el de amor a la verdad. Yo he amado la verdad. En sincera confesión, no es que no haya dicho mentiras, pero ni en la niñez recuerdo alguna para ocultar una travesura, ni en el resto de mi vida como disculpa social. Me acuerdo sí, de dos en mi juventud: una, como broma intrascendente, pero que duró años y otra más grave pero de muy corta duración. En mis veleidades taurinas les metí la coba a unas amigas de que yo era prima del conocido ganadero andaluz Felipe Bartolomé. Pasaron muchos años y una de ellas me recordó el parentesco, me morí de la risa ¿pero tú te creíste eso? La otra, también relacionada con los toros y entre 1945 y 50, época de revueltas. Iba al Nuevo Circo con una hermana, papá nos dijo que al terminar la corrida tomáramos un taxi para regresar rápido a casa y no estuviéramos expuestas a en la calle. A la salida, el autobús que nos traería directo a El Paraíso estaba allí, me pareció una tontería no aprovecharlo y desobedecí, encima arrastrando a una hermana menor en la desobediencia. Al llegar, papá nos preguntó si habíamos venido en el taxi. Contesté afirmativamente, me fui a mi cuarto y comencé a llorar. Enseguida volví donde él y le dije la verdad. Mi mentira duró 5 minutos pero dejo su impronta para siempre.
Estoy tomando la costumbre -gajes de la edad avanzada- de empezar mis artículos con recuerdos personales a propósito de lo que voy a tratar. Perdonen el desliz, pero es una manera de abrir fuego y superar la indecisión de la página en blanco, mejor dicho, la pantalla. Y ahora sí entro en materia.
Desgraciadamente el mundo de hoy es el reino de la mentira. Además de la gente común que miente para disculparse, por cobardía de enfrentar situaciones o por adulancia en pro de ventajismo, mienten los gobernantes, los políticos para ganar o conservar el poder, mienten los comerciantes, los empresarios buscando aumentar el beneficio económico, mienten los intelectuales y artistas para preservar o impulsar su fama y, lo más inaudito, hasta los científicos, alterando cifras para apoyar una investigación, un programa o un producto farmacéutico. Una mentira, nunca es solitaria, tras ella viene una serie de otras para poder sostenerla y justificarla.
No es extraño, en el Evangelio Cristo se refiere a Satanás como el padre de la mentira y basta echar una ojeada sobre el mundo para darnos cuenta de que ese padre fatídico ha hecho de éste su imperio. Se legaliza el asesinato, se aplaude el pecado y lo torcido, se exaltan las deformaciones de la personalidad y del carácter, se proclama la libertad de acción y expresión, pero cuando alguien piensa distinto y manifiesta su opinión, le caen encima y lo bombardean de epítetos peyorativos. Es libertad para los desenfrenados, pero opresión para los equilibrados y normales. Los heterosexuales viven en concubinato y no quieren tener descendencia, los homosexuales se empeñan en un matrimonio legalizado y en adoptar hijos.
¡Cuánta hipocresía! Si cada uno de nosotros afrontara la verdad de su condición, de su capacidad, de sus virtudes y defectos, de la misión que tiene en el tiempo de cumplir a cabalidad con su profesión u oficio, es decir, de vivir la verdad de lo que es, debe y puede hacer, cambiaríamos este planeta. Acoplaríamos perfecta y armónicamente los engranajes del motor existencial que construye el progreso, la civilización, la justicia, la paz y la felicidad de los pueblos. Una historia de grandeza, no de miserias.
¿Fantasía, utopía? Tal vez, pero si no iniciamos una cruzada de verdad personal, social, moral y política, en pocas palabras, de amor a la verdad, en todos los ámbitos de la vida humana, seguiremos aplastados, desarmados, sin aliento ni esperanza en el pujante reino del padre de la mentira.
Alicia Álamo Bartolomé