Lo banal, ese suceso o evento intrascendente, que además no nos toca ni compete en absoluto, gana terreno constante y cada vez con mayor velocidad. Aspectos banales de la vida social sobran por todos lados. En nuestras rutinas del diario acontecer existen momentos que deben alcanzar valores y significados más elevados, pero nos dejamos llevar por la corriente de menor resistencia y banalizamos la participación en la importante ceremonia de la ingesta alimenticia. Nos sentamos a la mesa de cualquier manera, y olvidamos normas elementales de cortesía. El sabor y aroma de gustosos y bien sazonados condumios de preciadas leguminosas, se nos pierden en las canchas de una liga europea, en Comerica Park o en Yankee Stadium, cuando no se nos enfría el café o el te, pese a estar al lado de los herreros que retan el fuego.
Es evidente que no estamos obligados a convertirnos en los sacerdotes de una nueva religión particular, lo que si debemos hacer por obligación ética del compromiso tácito de de ser autoconscientes, cima evolutiva de la vida orgánica, es ceñirnos al respeto a la vida y a todo ser o persona cuya condición humana es la misma en todos nosotros por razones estructurales orgánicas, como por estar animados de un espíritu divino manifiesto en la conciencia.
Poseedores como somos de la portentosa herramienta del lenguaje articulado, es justo la palabra uno de los tesoros más banalizados, al punto de no significar nada más que cualquier trasto arrojado al cuarto de los peroles. Basta una mínima preocupación por un comportamiento decente para sentirse enfermo al escuchar el uso y manejo del lenguaje de todos los días. No es que esperemos escuchar en un adolescente –por lo general los peor hablantes—a un erudito con dominio de tres mil, tres mil quinientas palabras como bagaje propio usado de manera correcta, pero es deseable escuchar menos barbarismos y una cansona muletilla en estudiantes de educación media y en profesionales que han descuidado en forma absurda el uso de un habla medianamente correcta, con menos tacos y muletillas.
Las afirmaciones precedentes en torno a la banalización constante y consecuente del existir cotidiano, como la crítica al mal uso y abuso de la palabra, no exigen que las personas pasen los días de su vida elucubrando acerca del sexo de los ángeles o discutiendo con rigor, propiedad y conocimientos acerca de la cadena evolutiva que dio origen a una especie antropoide de la que surgió el homínido que después, etc, etc hasta el homo sapiens, y después la física cuántica. No se trata de cultivar en la práctica conductas semejantes, que de paso se han visto y conocido. En lo general es muy común y normal que los astrofísicos, los paleoarqueólogos, los doctorados de 4to y 5to nivel, usen chancletas como, Ud, o como yo. Que se molesten con un colega o con un vecino y se acaloren o rían (depende del carácter) si uno le dice al otro “Magallanes para todo el mundo” y se le responda: “Toda persona tiene sus defectos y el derecho a cometer estupideces”.
Y no crea el lector que estas conductas de las que hablamos son producto de la decadencia que azota al mundo moderno, En toda época el ser humano ha sido versátil y a un artesano le gusta estudiar filosofía, por ejemplo.
Para mejor comprensión de nuestra complejidad, apenas dos ejemplos extraordinarios. Traslademónos a Grecia. Repito, a Grecia, cuna y raíz de lo más granado en principios y bases socio-humanísticas de la civilización occidental.
Estamos en Atenas y entramos a un gimnasio.
—Mira Juan Bautista, fíjate quien está en el cuadrilátero, practicando pugilato.
—Quién Pedro José, dónde?
—Ahí enfrente, de pantaloncitos negros, el hijo de Sofronisco.
—Guau,si es Sócrates el primer filósofo, boxeando.
Sócrates púgil y filósofo muestra una característica implícita en el imaginario colectivo de Grecia: El hombre debe aspirar al logro de un desarrollo integral de su ser. De ese carácter y sus aspiraciones nace la creación de los Juegos Olímpicos.
Otra muestra interesante para observar que el sabio, el erudito y el hombre del común enfrentan las mismas peripecias en la cotidianidad, con una diferencia entre el que cultiva su crecimiento interno y al que basta leer y escribir, practicar un oficio o artesanía y conocer unas normas de inter-relación cívica; consiste la diferenciación en que el hombre común se deja absorber por lo cotidiano hasta convertirlo en vicio de comportamiento. El estudioso disfruta las rutinas sin dejarse absorber por la mecanicidad cotidiana y dedica tiempo a sus otros intereses culturales.
En el interior de una carnicería.
–Buenas tardes, tienes listo mi pedido
–Buenas tardes Don Renato. Su orden está lista, le agregué unas salchichas frescas, acaban de llegar.
–Magnifico, te lo agradezco. Mi cuenta por favor.
El carnicero culmina la transación con Don Renato y le dice “Hoy tenemos una partida especial de tute. Mi hermano vino y es muy bueno jugando. Contar con Usted profesor.
—Claro, después de cenar descanso un rato y regreso.
Es verano en Europa, el sol se oculta muy tarde. Don Renato juega unas cuantas partidas. Rie, hace chistes. Se cuentan anécdotas, Agradece la invitación, se ha divertido.
Bien amigos, me retiro. Gracias de nuevo por la invitación. Buenas noches.
Buenas noches, profesor.
Regresa a su casa, Entra a su despacho a pensar, para seguir existiendo.
Pedro J. Lozada