El actual régimen venezolano siempre fue un vacío parapeto contra natura: Un delirio personalista, anacrónico en su tiempo, exabrupto en el entorno, inviable en lo económico, a contrapelo de la humanidad. Un árbol torcido de cobardes felonías cuarteleras que jamás podrá sobrevivir, por más que algunos se empeñen en rebuscar analogías con otros casos, circunstancias y latitudes.
Los pilares que apuntalaron el adefesio han ido desapareciendo, uno a uno: El caudillismo mesiánico, inspirador de fantasías y entusiasmos, yace hace años en el pudridero de la historia, dejando solo un legado de rémoras que algún día se adhirieron, sin peso ni luces propias. Una ideología muerta que trataron de revivir algunos ilusos, hoy tan descolorida como la pintura de esas vallas cada vez más desvaídas que por las calles de Venezuela pretenden exaltar lo inexaltable.
La bonanza económica que en su día alimentó sueños, comprando alianzas, tiempo y opciones se esfumó, dilapidada, malbaratada y saqueada, sin posibilidad alguna de recuperación. El apoyo internacional reducido a escombros, limitado al puñado de gobiernos más repulsivos del planeta, todos aquejados con problemas propios.
De las ovaciones de muchedumbres queda apenas un triste eco, coreado por mercenarios y por esos patéticos “tírame algo” capaces de vitorear a cualquiera que les tire un mendrugo para malvivir. Hoy apenas quedan los escombros de un proceso incapaz de crear o producir nada bueno, revolcado en sus propias indignidades, rapiñando hasta el último céntimo, en medio de un desprecio planetario.
No hay farsa electoral imaginable que pueda rescatar la credibilidad de un régimen absolutamente desacreditado, y no hay tiempo que se pueda “comprar” para el fracaso más absoluto en todas las dimensiones con que se pueda medir la civilización.
El régimen – cada vez más acorralado en todas las dimensiones – lleva por dentro las semillas de su propia destrucción en su degradado componente humano, desprovisto de integridad, principios o genuinas lealtades, hasta que cualquier hecho fortuito que precipite su disolución.
Una mal llamada “revolución” está agotada y sin futuro, metida en un callejón sin salida, con un final impredecible pero que a diario se avizora más sórdido.
El único “éxito” de toda su historia ha sido subsistir precariamente en permanente huida hacia adelante y con creciente brutalidad. Los derrotistas que solo ven la superficie de una tenaz supervivencia frente a un implacable nudo de realidades omiten siempre las dos palabras centrales de todo este proceso: Por ahora.
Antonio A. Herrera-Vaillant