#OPINIÓN Manos danzantes sobre un liencillo #18Jul

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“Somos granos de maíz de una misma mazorca,

somos una sola raíz, de un mismo camino.”

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Serafín Thaayrohyadi

A Uvensa Peña, mi abuela

La cercanía de las fiestas navideñas en la casa de la señora Uvensa, más allá de adornar el arbolito y montar el pesebre, para lo cual había que desempolvar algunas cajas celosamente guardadas en las alturas de viejos escaparates de madera, implicaba varias visitas al centro de la ciudad para surtirse de todo lo necesario para disfrutar, como correspondía, de las celebraciones familiares.Por un lado había que comprar la ropa para los estrenos navideños, también los juguetes que dejaría el Niño Jesús al pie del árbol, pero sobre todo, los ingredientes para la preparación de la tradicional chicha de maíz que durante toda la temporada era compartida con propios y extraños.

No había otro manjar que compitiera con ella ya que no se preparaban hallacas, ni dulce de lechosa, ni pan de jamón. Probablemente el Ponche Crema original, “el de Eliodoro González P.”, era la bebida que desafiaba su monopolio, especialmente entre las mujeres de la casa quienes se ponían alegres con apenas un par de copitas. Solamente durante el mes de diciembre se podía disfrutar de la chicha de maíz, y “si la cosa estaba muy buena”, se hacía otra tanda para la primera semana de enero. Se tomaba en vasos, fría o a temperatura ambiente. Jamás con hielo porque la “aguaba”. Lo que importaba era descubrir ese sinfín de sabores, texturas y sensaciones que se manifestaba con cada sorbo.

La preparación de esta ancestral bebida está vinculada con ingredientes, procedimientos, utensilios, nomenclaturas y conocimientos transmitidos de generación en generación. Con el nombre de chicha se conoce a lo largo de toda la América hispánica a un conjunto de bebidas elaboradas artesanalmente que tienen como base cereales o frutas y que se consumen con diferentes grados de fermentación. Se puede considerar prima hermana del carato, otro nombre que en muchas partes de Venezuela se le da a este tipo de preparaciones.

En casa de Uvensa se le llamaba chicha y su preparación requería de una minuciosa agenda. Ella en persona comandaba toda la operación. En realidad, era la gran matrona que controlaba buena parte de la vida familiar.Mujer laboriosa, de carácter fuerte, con eventuales destellos de ternura. Tenía la habilidad impartir instrucciones con sutiles miradas o imperceptibles movimientos corporales que sólo quienes crecieron bajo su influencia eran capaces de comprender y obedecer. Muy pulcra en su cuidado personal. Entre las fragancias del jabón de baño o los talcos corporales que jamás faltaban en su tocador, eventualmente flotaba a su alrededor un tenue olor a Mentol Davies o algún ungüento alcanforado que con frecuencia utilizaba para aliviar sus dolores corporales producto de la faena diaria.

Levantó a su familia tejiendo alpargatas, calzado tradicional que muchas personas usaban en la provincia venezolana. Mientras tejía, escuchaba la radio y se adentraba en las fantasiosas tramas de las radionovelas que eran muy populares en las emisoras de finales de los años sesenta. Abundaban en su casa madejas de hilos de colores que gracias a sus hábiles manos se iban entrelazando para formar multicolores tejidos que engalanaban los pies de citadinos y campesinos que las lucían como símbolo de su venezolanidad. Antes de iniciar la jornada laboral ya había preparado desayuno para toda la familia. La cocción del maíz, la molienda, el amasado y el tendido eran la rutina diaria en aquella cocina de la que salían las redondas y olorosas arepas que acompañaban las comidas principales o simplemente servían de merienda en las calurosas tardes crepusculares.

Para la elaboración de la chicha se requería de una tarde para ir a comprar todo lo necesario. A tal fin, Uvensa solía vestir sus mejores prendas porque “nunca se sabía con quién se iba a encontrar en el camino”. Sus acompañantes debían cumplir con la misma norma de etiqueta aun sabiendo que el sol abrazador de las tardes barquisimetanas significaría un suplicio que había que aguantar estoicamente. “Tranquilos que nos vamos por la sombrita”, solía decir para aplacar las quejas.

La ruta abarcaba unas cuantas horas de caminata. Primero, las tiendas de telas de la Avenida 20, en pleno centro de la ciudad,a donde iba a buscar el fino liencillo en el que se colaría la mezcla para obtener una bebida lo más sedosa posible. Posteriormente se compraba el maíz pilado, el papelón y las especias en el sector El Manteco, el gran mercado mayorista de Barquisimeto por más de medio siglo.

Como era una mujer muy religiosa, devota de la Divina Pastora, de regreso a casa entraba a la iglesia colocándose un fino velo de encajes sobre su cabeza, como lo exigía el protocolo litúrgico previo al Concilio Vaticano II y al que estaban habituadas las mujeres de su generación. Ya en el vecindario era casi obligatorio la visita a la comadre “fulanita” o el saludo a la vecina “menganita”, con los respectivos juguitos frescos de frutas, cafecitos con pan o dulcitos de leche cortada, como detalle para los visitantes.

Con todos los ingredientes a mano empezaba el proceso de elaboración de la chicha. Lo primero era limpiar muy bien los granos de maíz pilado y desechar los que acusaran algún defecto. Granos blancos y duros que producían un sonido como de piedrecitas cuando se les dejaba caer sobre los grandes azafates de madera. El paso siguiente, lavarlos muy bien para eliminar cualquier impureza adicional que hubiese rebasado la primera revisión, luego de lo cual se llevaba a cocción por unas cuantas horas en una pequeña fogata a leña en el patio de la casa.

A la par de esto, pero en la cocina, ocurría la verdadera magia que le daría sabor a la chicha. Con la habilidad de un boticario, que conoce el proceso y las proporciones exactas para la elaboración de algún elixir, Uvensa preparaba un melado muy ligero con aquella panela cónica de papelón que sacaba de su envoltorio de hojas de plátano y que parecía uno de esos gorros de los magos de los cuentos de hadas.Los aromas los aportaban las largas y firmes ramas de canela, los graciosos clavitos de olor con sus sombreritos de tres picos y las regordetas guayabitas, que al primer descuido salían rodando por el piso como traviesos escarabajos que buscan esconderse en los más recónditos rincones.

La casa se impregnaba de aquel maravilloso aroma que brotaba de la olla hirviente a la cual sólo tenía acceso Doña Uvensa, quien más allá de vigilar la correcta cocción de aquel preparado, parecía sumergirse en sus saberes ancestrales heredados de generación en generación desde tiempos inmemoriales. Quien pasara por la calle, para ese entonces libre de tanta contaminación, se recrearía también en la exquisitez que se intuía tras esa mezcla de fragancias que flotaba en el ambiente.

Al día siguiente y con el grano de maíz ya blando por la acción del fuego se procedía a la molienda, la parte más divertida del proceso y en la cual los niños de la casa podían participar. Se ajustaba el pesado molino metálico a una mesa firme por la que iban desfilando los “voluntarios” que al darle vueltas a aquella manivela activaba un rodillo que convertía al blando grano de maíz en una masa compacta.

A partir de este momento desaparecía el trabajo colectivo. Ahora se requería de la habilidad de un verdadero maestro que, cual alquimista, pudiera mezclar con precisión el maíz molido con el fragante melado. Allí estaba sentada Uvensa delante de un blanco chinchorro de liencillo, con uno de sus extremos amarrado firmemente a la pata de una mesa y el otro sujetado por su mano izquierda.

Con un cucharón metálico iba agregando lentamente aquella mezcla de tersa masa y oscuro almíbar sobre la tela tensada y con un preciso vaivén de su mano hacía caer lentamente sobre el recipiente colocado debajo aquel líquido viscoso y oloroso. Durante largo rato, aquellas manos ofrecían una danza ritual sobre el lienzo, un baile ancestral que cada año ejecutaba con mayor maestría y culminaba con un recipiente repleto de fresca chicha y un liencillo que había perdido por completo su original blancura.

El producto de aquella jornada se almacenaba en diversos recipientes y se armaban los “combos” para repartir entre la familia y vecinos. A partir de allí, el festín. El arduo trabajo de dos días se veía recompensado en la cara de satisfacción tras cada sorbo. Al pasar de los días, la chicha iba cambiando de sabor y de olor haciéndose más potente debido a los alcoholes generados por el proceso de fermentación. Al cabo de una semana se podían apreciar burbujas emanando de aquella mezcla y era un claro indicativo de que no era apta para el consumo de los niños.

Nadie de la familia relevó a Uvensa en la responsabilidad de perpetrar la tradición  centenaria de la elaboración de la chicha de maíz. La modernidad abrió paso a la harina de maíz precocida, a las potentes licuadoras, a los firmes coladores metálicos, a las marcas comerciales de especias compactadas en pequeños frascos de vidrio y a las cocinas a gas o electricidad. Ya el mercado de El Manteco no existe y la Avenida 20 se transformó en un bulevar poco concurrido bordeado de tiendas sin mercancía. Las mujeres ya no usan velo para entrar a las iglesias, las casas se aromatizan con aerosoles y los olores de las cocinas ya no salen a pasear por las calles.

La chicha de maíz queda en el recuerdo y de vez en cuando aparece en una que otra mesa navideña, no como parte de la tradición sino como una excentricidad culinaria de algún nostálgico que, retando o valiéndose de la modernidad, sintetiza en un vaso los milenarios sabores de nuestra cultura.

Miguel Peña Samuel

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