La Parábola del Sembrador es tal vez uno de los pocos momentos en que Jesucristo da su propia «homilía». (Mt. 13, 1-23)
Los discípulos le preguntan al Señor por qué habla a la gente en parábolas. «Les hablo en parábolas porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. En ellos se cumple aquella profecía de Isaías: Este pueblo ha endurecido su corazón, ha cerrado sus ojos y tapado sus oídos… porque no quieren convertirse ni que Yo los salve.«’
«El que tenga oídos que oiga», dijo Jesús a la gente al terminar de darles la Parábola del Sembrador. Y… ¿quiénes son los que oyen? Son los que están abiertos a la conversión y los que desean ser salvados por Él.
Pero ¿qué sucede? Sucede que la mayoría de nosotros, unos aturdidos por los atractivos del mundo, otros preocupados por los problemas diarios, no tenemos ni tiempo, ni ganas, de pensar en la necesidad que tenemos de convertirnos.
Y si acaso llegamos a pensar en convertirnos, no concientizamos suficientemente la necesidad que tenemos de ser salvados por Jesucristo. Tomamos nuestra redención como algo ya seguro, que se dio hace tiempo… y que en realidad no tiene mayor importancia.
Precisamente en esto radica la importancia de esta parábola del Sembrador, en que Jesucristo -el Sembrador- siembra su Palabra, siembra su Gracia. ¿Y nosotros… cómo recibimos todo esto? ¿Qué terreno somos para la semilla de la Palabra del Señor? ¿Somos de los que no la entienden porque dejan que ¿»llegue el diablo y le arrebata lo sembrado en el corazón»? ¿O seremos tal vez de los que se entusiasman inicialmente, es decir, la semilla germina, pero no dejan que eche raíces, porque ante cualquier obstáculo, duda o problema, preferimos seguir como estábamos antes? ¿O más bien somos de los terrenos «espinosos», que oyen la Palabra de Dios, pero no dejan que crezca la matita, pues la ahogan con las preocupaciones de la vida, la angustia por lo material, el atractivo de lo mundano, etc.?
Según la «homilía» del Señor, ésos son los que tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen, tienen inteligencia y no comprenden. Y… ¿realmente queremos seguir con los ojos, los oídos y el corazón cerrados? ¿O queremos abrirnos para ser «tierra buena»?, así califica el Señor el alma de los que sí están abiertos y comprenden- para poder dar fruto.
Y aún en los de tierra buena, que dan fruto, el Señor marca algunas diferencias: «unos dan el ciento por uno; otros, el sesenta; y otros, el treinta». Esperemos estar entre los que dan fruto, porque así el Señor podrá decirnos como a sus discípulos: «Dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen».
Isabel Vidal de Tenreiro
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