El principal mercado mayorista de alimentos de la Ciudad de México detecta docenas de casos de coronavirus a la semana. El mercado Las Pulgas de Maracaibo, fue la fuente de uno de los mayores brotes del país. Y todos los vendedores en un vasto mercado de Perú dieron positivo a COVID-19.
A medida que la pandemia de coronavirus se adentra en el continente, desde México hasta Argentina, las autoridades de salud pública pasan apuros contener los brotes en los emblemáticos mercados techados de venta de comestibles en América Latina, un elemento querido y esencial de la vida en la región, y un escenario casi perfecto para la propagación de la enfermedad.
Dado que cientos de millones de personas dependen de estos mercados para su alimentación y sustento, las autoridades debaten si es posible que funcionen sin ser un foco de infección. Debido a la irregular realización de pruebas, los enormes huecos en la cobertura de salud, la deficiente aplicación de las medidas de distanciamiento social y una extendida desigualdad, muchos países latinoamericanos están registrando a diario aumentos importantes de nuevos casos, convirtiendo a la región en una de las más golpeadas por el coronavirus.
La gigantesca Central de Abasto de la Ciudad de México —un complejo de unos 3 kilómetros cuadrados (una milla cuadrada) provisto de lotes, almacenes, bahías de carga y puntos de venta al mayoreo— es el principal lugar de adquisición de frutas, verduras y otros productos agrícolas para unos 20 millones de consumidores de la zona metropolitana. Sus pasillos están colmados a diario por 90.000 trabajadores y hasta 300.000 compradores.
El mercado ha registrado 690 casos confirmados de coronavirus, y rebasó los 200 por semana en mayo. Sin embargo, instaló su propio centro de pruebas y un área de triaje, e instituyó el rastreo de contactos antes de que la misma ciudad lo hiciera, y la cifra semanal de nuevos casos se ha reducido a unos 60 o 70, dijo su director, Héctor García Nieto.
Cerrar la Central de Abasto está descartado.
“Sería como clausurar el estómago de una parte del país”, dijo García Nieto.
Esta realidad se repite en toda América Latina, donde grupos de vendedores callejeros a menudo proliferan alrededor de los mercados; donde millones de agricultores no tienen otros puntos de venta para sus productos; y donde la pobreza impide a los consumidores comprar en los almacenes de comestibles.
Perú tiene más de 2.600 mercados de alimentos. En mayo, el gobierno dijo que después de examinar a miles de vendedores, determinó que 36 de los mercados más grandes de Lima eran puntos de contagio.
Jhoan Faneite, un migrante venezolano de 36 años, traslada a fallecidos de COVID-19 a una funeraria en la ciudad.
“Los focos infecciosos acá siempre están por los mercados populares, siempre las mismas zonas, como un kilómetro a la redonda, siempre recogemos de esas zonas, siempre”, agregó
En el mercado Belén, en la región de Loreto, en Perú, las autoridades encontraron que 100% de los vendedores estaban infectados. Los 2.500 puestos del lugar fueron destruidos.
En Maracaibo, Venezuela, el mercado Las Pulgas fue identificado como fuente de uno de los mayores brotes en el país, responsable de 400 de los casi 580 casos de coronavirus registrados en el estado Zulia. Una docena de fallecimientos han sido vinculados al mercado.
El brote posiblemente se volvió tan grande debido a que los vendedores de puestos informales alrededor del mercado se rehusaron durante semanas a cerrar, porque no reciben apoyo gubernamental y deben continuar vendiendo para subsistir. La forma como la inseguridad de la gente que trabaja en la economía informal ha contribuido a alimentar los brotes puede verse en toda América Latina.
Finalmente, el régimen de Nicolás Maduro ordenó el cierre de Las Pulgas.
Pero en muchos lugares en América Latina ha habido resistencia violenta a los intentos de cerrar mercados.
En Bolivia este mes, vendedores de un mercado callejero de un suburbio de La Paz apedrearon a policías que intentaban cerrar el lugar. Los vendedores dijeron que no habían vendido durante dos meses y que no podían continuar así. Alrededor del 75% del comercio en Bolivia se efectúa en la economía informal, donde, al igual que en otras partes de la región, la gente no tiene seguro de desempleo.
En la Central de Abasto de Río de Janeiro, a la que acuden a diario unos 50.000 clientes y trabajadores, el vendedor de frutas y verduras Marcos dos Santos lleva puesta un mascarilla.
“Uso mascarilla porque he perdido a muchos amigos aquí”, declaró Dos Santos mientras esperaba a clientes. “Cuando vemos morir a personas que conocemos, vemos que es real”.
Existe un fuerte debate sobre si se puede responsabilizar a los mercados de la propagación del coronavirus y si pueden funcionar de manera segura. Muchos que fueron cerrados inicialmente han reabierto con medidas como limitar el número de personas, hacer filas ordenadas, tomar la temperatura y hacer obligatorio el uso de mascarillas, pero estas reglas son difíciles de aplicar y son desacatadas en forma habitual.
En la Central de Abasto de la Ciudad de México, los pasillos continúan llenos a pesar de la pandemia.
La gente continúa viniendo porque tiene que hacerlo: Es el lugar más económico para comprar frutas y verduras en la ciudad, y es el principal centro de ventas de alrededor de un tercio de la producción de esos alimentos en el país.
“Ya está la gente bastante preocupada, desesperada más que nada… por la economía, ya no hay dinero; antes pasaban y compraban de más, ahorita ya no, ya no compran”, dijo Jorge Flores, de 39 años, que desde los 8 trabaja vendiendo verduras en el mercado con su padre.
Aunque trabajadores de salud vestidos con trajes protectores toman las temperaturas en las puertas y la mayoría de las personas utilizan mascarillas, un número importante no las lleva o las usa a medias.
“Uso mi cubrebocas, mi gel antibacterial, pero ahorita me acabo de echar un taco, no traigo nada”, afirmó Flores a manera de disculpa.
La Central de Abasto, que es principalmente mayorista, surte a los 329 mercados públicos y a los cientos de miles de puestos de comestibles y vendedores callejeros de la Ciudad de México. Es la vía por la que los productores del campo y transportistas de todo el país acceden a los 22 millones de habitantes de la Zona Metropolitana del Valle de México, que incluye a la Ciudad de México.
Por lo tanto, es un lugar ideal para la propagación del virus, a menudo de forma invisible.
El técnico de laboratorio Ulises Cadena Santana ayuda a realizar más de 100 pruebas diarias para detectar el coronavirus afuera del mercado.
“La mayoría de los casos ya son asintomáticos”, dijo Cadena Santana. “Aparentemente somos sanos, no presentamos síntomas, esos positivos son los más peligrosos”.
Las frutas y verduras adquiridas en la Central de Abasto llegan a los vendedores minoristas en los barrios de la capital mexicana, como el mercado de San Cosme, donde el problema es evidente: los pasillos entre los puestos dejan a los clientes un espacio menor a un metro (un par de pies) para caminar, detenerse, regatear y comprar.
Sin embargo, muchas personas que acuden a esos mercados se resisten a usar mascarillas y a adoptar otras medidas para protegerse.
Aunque eso podría estar cambiando.
“Ya empieza a creer la población que sí existe la enfermedad, que no es un invento de los gobiernos”, dijo Rocío Bautista, técnica de laboratorio que toma con hisopos las muestras para detectar el coronavirus en la Central de Abasto. “Ahora sí la gente empieza a decir que sí, pues a la gente se les han fallecido parientes, vecinos, familiares más cercanos”.
En Colombia, Mauricio Parra, gerente del mercado de productos agrícolas Corabastos de Bogotá, insiste en que este lugar puede ser seguro aun si da servicio diario a 80.000 compradores y 10.000 camiones de carga.
El mercado toma temperaturas y tiene 500 estaciones para lavarse las manos.
“La clave es el triángulo de la vida: tapabocas uso obligatorio, el lavado de manos y el distanciamiento social», dice. «Si cumplimos con esos tres requisitos, evitamos que esto se disemine más”.