La pandemia le ha abierto un boquete al tiempo. Silenciosa pero efectiva, ha logrado desestabilizar en tal magnitud la forma de vida que conocíamos, que le ha regalado ya un nuevo hito a nuestra manía de marcar los cambios: de seguro más de uno reemplazará el significado de las siglas A.C. y en lugar de decir “Antes de Cristo”, dirá ahora “Antes del Coronavirus”.
Las lógicas que presiden el mundo, como intentos de ordenar el caos, parecen perder terreno en su eterna lucha civilizatoria contra el absurdo.
Las señales recientes que los medios reflejan, de gobiernos que anuncian el levantamiento gradual de cuarentenas y el restablecimiento de un funcionamiento con mínimos de “normalidad” en la economía, la actividad empresarial, el trasporte y los viajes, las actividades en sitios públicos, nos revelan una certeza creciente: ante la amenaza de profundizar la debacle económica, las quiebras y el desempleo, y la imposibilidad cercana de lograr una vacuna contra el COVID-19, nos toca enfrentar los riesgos y retomar aquello que pueda retomarse.
Pero en esta flexibilización variopinta y diferenciada en ritmos e intensidades, la “normalización” es relativa. Hay sociedades y realidades en las que, además del COVID-19, hay otras pandemias de larga data y con efectos iguales o peores en la salud ciudadana: gobiernos autocráticos, militarización de la vida social, asfixia de la democracia, violación de derechos humanos, hiperinflación, colapso de servicios, el hambre, la devastación de empresas e industrias, deterioro de infraestructura hospitalaria, la criminalización de la disidencia.
El absurdo exhibe hoy ejemplos por doquier de sus contrastes y paradojas.
Mientras la empresa privada en EEUU celebra el primer vuelo orbital no estatal, abriendo una nueva era en la conquista del espacio, en Venezuela la empresa privada intenta subsistir ante la escasez de gasolina, el colapso de servicios y un modelo regulatorio e intervencionista que la asume como enemigo.
Quienes hace años se oponían a la apertura petrolera y hablaban de soberanía energética mientras rechazaban a capa y espada cualquier ajuste en el precio de la gasolina, hoy son los mismos que, luego de avanzar y conducir el deterioro operativo y financiero de PDVSA y aniquilar su perfil técnico, ven como un logro la llegada de barcos de Irán cargados de combustible, para aliviar la aguda escasez de gasolina en el país.
Bajo una peculiar visión de la salud pública, en lugar de ser los médicos, hombres de ciencia y especialistas en temas epidemiológicos quienes lleven la voz cantante en los boletines diarios sobre el virus y en la gestión oficial ante la pandemia, son militares o funcionarios políticos quienes dirigen y dan cuenta cada día del avance del coronavirus.
El racismo, entre otras formas infames y perniciosas de discriminación y exclusión, sigue siendo de los más notables absurdos, a estas alturas del siglo XXI. El caso de Floyd, en EEUU, nos da muestras de los matices y complejidades que aún persisten al respecto.
En nuestros predios, ciudadanos que tienen que soportar 8-10 horas sin servicio eléctrico todos los días, y deciden, desde la penumbra de sus casas o apartamentos, ejercer su derecho constitucional a la protesta, golpeando una olla o cacerola, son reprimidos, acosados e incluso detenidos por los cuerpos de seguridad del gobierno. Aunque no tengas agua, ni luz, tu deber es quedarte callado. Le queja es un delito. La protesta, un crimen.
La expectativa generada por Maduro y el esfuerzo propagandístico que lo sostiene, en relación al reinicio de la venta y distribución de gasolina, con un precio subsidiado y otro internacional, y el anuncio de que dicha distribución cubriría todas las estaciones de servicio del país, se ha topado con la dura e inexorable realidad de la incapacidad e ineficiencia como rasgos de la gestión oficial, y la magnitud de una demanda que, después de casi tres meses de cuarentena y paralización, se está expresando en colas interminables, corrupción, irregularidades y malestar ciudadano.
En Venezuela, desde hace rato, hay palabras cuyo significado parece haber mutado, cambiado, o avanzado hacia un vacío triste y peligroso. “Normalidad”, es una de ellas. “Democracia” es otra. “Libertad”, “Estado de Derecho”, “Vivir”, son vocablos que como tantos, han extraviado su significado, pero siguen estando en el clamor y urgencia que somos.
Aunque nos cueste admitirlo. Aunque jamás nos acostumbremos. Bienvenidos a la “normalidad” del absurdo.
Alexei Guerra Sotillo
@alexeiguerra