A Rosa Landáez
Cuando en julio de 1842 Ferdinand Bellermann desembarcó en La Guaira con sus bártulos de pintor y sus sueños de aventura, a quienes primero recordó fue al sabio naturalista Alejandro de Humboldt, quien lo había estimulado y respaldado en el interés de hacer el viaje y a su maestro en paisajismo en Berlín Karl Blechen.
Ambos llegaron a su memoria con la impresión de la espléndida manera como el sol coloreaba, con cálidos matices de acuarela tropical los paisajes que rodeaban el puerto: el mar de azul intensidad en armonía con el verdor de la montaña junto a las murallas: “La Guaira es una plaza costera fuerte y tiene a lo largo de la costa un sólido muro con troneras, bastiones y cosas por el estilo, hay fortificaciones independientes que se elevan hasta una cumbre importante detrás de la ciudad».
Las callecitas de La Guaira, sus castillos, las iglesias con sus torres erguidas contra el firmamento azul, las casas de tejas con aleros anchos y elevados ventanales, los empinados caminos y los navíos de velamen recogido anclados en los muelles, los pintó desde distintos ángulos la inspiración de este artista nacido en Erfurt, Alemania el 14 de marzo de 1814, cuando en Venezuela los fragores del Decreto de Guerra a Muerte cobraba en sangre la lealtad a España.
En 1828, con catorce años inició estudios en la Escuela de Arte de Weimar con Heinrich Meyer, consejero de Goethe en asuntos del arte. En 1833 se incorporó a la Academia de Berlín a estudiar pintura paisajista con Karl Blechen, quien liberado de las tendencias convencionales del arte salía de la ciudad para instruir a sus alumnos en el contacto directo con la naturaleza, haciendo con ellos bocetos y dibujos que servían de modelos para el aprendizaje.
En ajetreos de pintor paisajista, Bellermann había recorrido las vecindades de Berlín y con su colega Friedrich Prellerviajó a la isla de Rügen en una primera ocasión y después a Bélgica, Holanda y Noruega, recorridos que alimentaron su deseo de buscar parajes desconocidos para recogerlos con sus pinceles y se estima que ya había estudiado las “Ideas acerca de una fisonomía de las plantas”, donde Alejandro de Humboldt, embrujado por los colores y perfumes de Sudamérica, invitaba a los pintores a representar el mundo tropical.
La pasión de llevar parajes escondidos al lienzo empujó aBellermann aprovechar un pasaje gratuito a Venezuela ofrecido por un comerciante hamburgués y para cubrir otros gastos escribió a Federico IV, rey de Prusia. Humboldt apoyó con insistencia su petición y recibió 400 taleros, con la condición de transferir después los estudios a las colecciones reales de arte.
Humboldt le hizo algunas recomendaciones, entre ellas la cueva del Guácharo. “Cuando me despedí de él en mayo de 1842 en el Lustgaten de Potsdam me insistiósobre este extraordinario milagro natural y me recomendó visitarla”.
Casi tres años y tres meses anduvo Bellermann por distintos lugares del país, apreciando la riqueza de su fauna, disfrutando de su amplísima y bella flora y gozando las bellezas naturales, sus playas, las dulces aguas de sus ríos y pozos, lugares de exquisitos baños.
Dos singulares detalles marcaban la Venezuela encontrada por el alemán: en tapias, paredes, techos de casas, capillas y templos había quedado cincelado el movimiento telúrico que el 26 de marzo de 1812 sacudió a Caracas y otras ciudades con la misma fuerza de los patriotas para sacudirse el yugo español.
Su viaje a Venezuela puede seguirse en detalle en su riguroso registro diario de anotaciones de cuanto le parecía importante. Vivió en Caracas y anduvo por Macuto, Maiquetía, La Guaira, Antímano y la Colonia Tovar apenas sembraba en sus primeras casas con el contingente inicial de alemanes traídos por la audacia de Agustín Codazzi. De su permanencia en estos lugares dejó testimonio en su obra como de La Victoria, San Mateo, Maracay y Valencia, prestando atención especial a su lago por recomendación de Humboldt, quien cuarenta años antes se enamoró de la exuberancia de la vegetación que tapizaba con la belleza de su fronda las orillas de sus aguas. También en su primer año en Venezuela visitó Puerto Cabello y San Esteban.
Dos cómplices le acompañaron en mayo de 1843 a la cueva del Guácharo, el científico alemán Karl Moritz y su colega belga Nikolaus Funk, con quienes partió de Cumana con breves estadas en Cumanacoa y Caripe. Catorce días exploraron la cueva por dentro y por fuera, admirando la riqueza de una flora que la envolvía con los toques mágicos de una rica variedad de aves que cantaba en tan singular lugar.
El paisaje se le metía por los ojos, por los oídos, por los poros, por todos los sentidos y él los sintetizaba en sus cuadros con la intensidad que lo sentía, como el viaje en velero desde Puerto Cabello hacia las bellezas de Guayana, donde el Orinoco lo maravilló con sus aguas extendidas con su majestuosidad y al regreso tras un intenso recorrido recibió del director general de los museos reales de Berlín, Ignaz von Olfers, el apoyo económico solicitado a su favor por Humboldt para viajar a los Andes venezolanos y así se fue con Moritza Maracaibo, peculiaridades recogidas tras dos semanas de exploraciones por las pintorescas orillas del lago y sus islas y el 27 de octubre viajaron a La Ceiba y de allí emprendieron ascenso hacia Mérida, a pie o a caballo por la casi intransitable selva tropical hasta Betijoque para seguir a Mendoza, la Mesa de Esnujaque, el valle del río Motatán con Timotes y Chachopo mostrando también lo suyo.
“En las montañas de Noruega no sentí la mitad del frio que tuve aquí”, escribió en su diario tras cruzar con gran penuria el páramo de Mucuchíes de paso a lo largo del río Chama para Mucurubá y Tabay para llegar a Mérida el 3 de noviembre y recorrer sus poblados del entorno, parajes del paisaje andino con los bueyes tirando las yuntas de las siembras campesinas, las cercas de piedras separando propiedades y un azul intenso definiendo en las alturas dónde está la tierra y quiénes son las nubes. Por el mismo camino regresaron a Caracas, luego de recoger sus bártulos se fue a La Guaira y de allí a Puerto Cabello donde embarcópara Europa el 28 de septiembre de 1845, llevando en su sentimiento el calor que le brindó esta tierra y los colores tomados del sol de este mundo para colorear los pasajes con las acuarelas del trópico.Su obra sobre Venezuela está en los museos de Berlín según reseña RenateLoschneren “Bellermann y el paisaje venezolano 1842-1845”, edición especial de la Asociación Cultural Humboldt, prólogo de Alfredo Boulton, “una Venezuela silenciosa, apacible y culta, que hoy ya no conocemos, invadida por la barbarie de la civilización”.
Unas 250 obras en pinturas además de bocetos y estudiospara posteriores tareas dejó cuando murió el 11 de agosto de 1889, dejando inconcluso en su caballete un “atardecer en el Orinoco”, testimonio de este viajero incansable y soñador que pintó a Venezuela mejor que nadie a mediados del siglo XIX, dejándonos a todo color el espectáculo natural del país para que hoy podamos imaginar cómo era esta tierra.
Juan José Peralta