#OPINIÓN Memorias del olvido: La huella perenne #20Abr

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<<A falta de perdón, deja venir el olvido>>

Louis Charles Alfred de Musset

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Mamá siempre dejaba rastros de su paso y la parálisis de recuerdos se hizo habitual, no importaba las veces que tuviera vigente sumario retentivo, por lo que me fui vinculando a su olvido, es decir, a toda su vida actual. Nada era tan difícil a la hora de decidir lo que debía conocer pues ¿cómo saber qué se requiere? El que olvida ignora por qué olvida, termina por ser toda una duda inútil. Ante el contexto queda el cuándo y dónde que es con lo que cuento para poder rehacer con lo que tenga, todo aquello que se deba. Mamá entiende y abre sus brazos como muestra de agradecimiento la que evidentemente acepto, aunque no siempre de mejor gana porque uno se descubre atrapado en las demandas ajenas, en los deberes de otro, en un nuevo encaje mientras vas quedando desterrado dentro de ti mismo. Allí entran en el brete, el verbo perder y el adverbio quizás.

Mamá empezó a perder el almanaque y el tiempo lo tenía solo en un único presente. Pasado, futuro y espacio disparaban la sensación de pérdida pero la que más proyectaba era la necesidad de consumir alimento, que olvidaba al instante de comer. Donde ponía el detector de comida ponía el radar digestivo. En el objetivo ubicaba el foco. Justificaba la finalidad. Declaraba la disputa ¿se reconoce la enferma como insaciable? ¿Está consciente del aumento del apetito? ¿Cuánto sería olvidar demasiado? ¿Se anula el inspector, el apoderado, ansiando la no reincidencia de la afectada? Entonces son las incógnitas, pleamares, marejadas, tsunamis que se expanden constantemente como si desembocaran en el mismísimo mare magnum infinitum, ad nauseam…

Memoria y estío fueron los últimos en volver, y los primeros en partir. No tardó el iceberg ir a por su arresto. En emanar el hielo de la omisión. Asomar sus helados descuidos. De la cama al lavabo, del cuarto a la mesa, del comedor al balcón, Mamá se perdía en el acto. La evidencia empezó a emerger como burbujas. Un ejercicio algebraico era un sacramento. Sumar un reto. Restar un enigma. Dividir y multiplicar, la dimensión desconocida. Recetas simples como lecturas ganaron tonos místicos. Adivinar el vocablo era un amaño de nueva moda, sostener la cuerda antes del abismo al caer el puente de lo real. Hablarle hacía vibrar ideas, pero no había pista de qué no está claro. Por eso perder, quizás y olvido eran un delta, un triángulo neuronal de las Bermudas, un misterio Santificado de la Trinidad, una gran Torre de Babel íntima.

Mamá no conseguía ubicarse. Lo hecho al volver, lo olvidaba. Le impedía asociar que champú, jabón en polvo, de olor y lavaplatos no eran un solo producto de aseo. Inventó la magia de lavar sin lavar; la misma consistía en llenar todo de agua y dejarlo hasta desaguar lo que halló así. Era como delatarse e ignorar que era con ella, como que se encontró haciendo eso que ignora hizo. La forma se extendía a otras esferas. Pasaba con el desodorante usado para alisar o el humectante para la cara, o tratar el dentífrico para pulir portavasos, o de crema de pómulos. Usaba el pase de inocencia con un ¡Lo habrás hecho tú!, o la clásica ¡no sé, no lo hice, eso dices tú!, ritual que no hay cómo argumentar, tanto menos que recuerde, aunque eso pretenda hacer entender.

Toda la data cierta cobraba sentido al saber que en Venezuela tenemos seiscientas mil familias con al menos un pariente con déficit cognitivo. En el Estado Nueva Esparta habita la mayor proporción de ellos, y dado el estatus de problema de salud pública sin apoyo oficial, y con el agravante de la inflación y la caída del PIB de estos años, las rachas admitían pensar que… Olvidar, era como no notar lo que no se nos ha perdido.

A la impostergable tarea de sustento, Mamá asaltaba la plaza sitiando la provisión con lo que exponía su ansiedad y las haciendas que tocaban administrar a dura pena. Por decirlo bajito, se ponía intensa, agresiva, solo para expresar sin ambages. Surgía lo tajante, lo guerrera, lo depredador del ser en el top de la biocenosis, cuando supervivir expresa su propia jerga trófica. El apetito rayaba la sensación de hambruna y cada vez que comía al minuto olvidaba lo que la  trasladaba a la alacena buscando acoplar los estómagos hasta pleno deleite que nunca sucedía. La nutrición intensiva y costosa era un problemón, y pasaba porque Mamá creía que le estábamos mintiendo, cosa al final graciosa a pesar de lo amargo que implicaba a la postre para la economía.

Carcajear fue útil. Reír mejoraba la tragicomedia, la falta de endorfina y la actitud de Mamá, sin más. El drama volvía a fase propicia. Subía y bajaba con su propia homeóstasis. Si el fino equilibrio rompía, perder y quizás exigían su soberanía y la merma desequilibraba el frágil ambiente de Mamá. Situada en lo sostenible, entraba en ciclo sibarita, porque Carmen siempre circuló hambrienta. Una clase de tensión que abría escotillas cada vez que la cacerola o el menjunje, franqueaban su campo de ataque visual. Sudaba, concertaba diálogos a ver si seducía y a falta de razón decisiva y sin trámite de coherencia plena, sacaba una cara rendida que batía a la más cuadrada reciedumbre. A ese nivel, siempre la dejé vencer sus batallas con galletas o chocolate con la que sumaba afecto sin otro colofón que echarle muela a lo que podía sacarle al hambreador que supuso soy, y a la vez al Marco, su room mate. El día que entendí que para Mamá éramos dos sujetos en una sola presencia la situación acabó por sentirse rara, y entonces más compleja de lo admitido. Sería algo como un interlocutor cuántico. Podía asaltar en el mismo minuto dos plazas a la vez. Ese multi hombre, resultó no cubrir más terreno, no reducía el impacto, no sumaba valor agregado. Al sacar el balance, el cálculo oficial con los signos demostraba su saldo rojo, todo ello por no decirle con imparcialidad… saldos rojos rojitos… 

Encontrar los aprietos con el tiempo se hizo patente y gradualmente demoledor. El flujo de ideas sin coherencia entraba en conflicto y fluían a través de válvulas insospechadas del cuerpo y de lo instintivo ¿o es que no somos animales como un simple mamífero? Una sensación incómoda se apoderó de mí. Notar instintos de supervivencia en un ser tan exclusivo como Mamá, me llevó lejos, y no advertí que iría dentro en busca de lo que quedaba de prudencia. Enloquecía mucho más lo insensato del caso en sí. Igual, cada vez que explicaba el tema desde que volví a la isla, cuándo comenzó a enfermar, el asunto de la serotonina, el cambio somático, no ayudó. Explicar cómo perjudicaba la salud cuando enfermas de deficiencia cognitiva, y pasar a resumir lo del neurólogo que la diagnosticó, sin que pudiera recordarse, dejaba un vacío penoso. A veces explicaba mis anhelos del tour. La idea era lograr recursos e ir hasta mi ciudad natal (Roma) a solicitar la ciudadanía, y saltar el presidio. A Mamá la removía transitar el antiguo continente, a mí me impresionaba transitar hasta sus olvidos. Invadir la efeméride una y otra vez fue cavando el ánimo de ambos. Lo peor era que Mamá se echaba a morir pero no porque así lo deseaba, más por una vida fastidiosa. La misma vacante de contenido vaciaba el espíritu del más pertinaz enfermo de desmemoria. Al afrontar la correlación impracticable de tránsito desde su olvido, me convertí para la golosa y tenaz predadora, en la única, sino, su mejor memoria, su huella perenne

Marcantonio Faillace Carreño

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