¿Qué habrá en el más allá?¿Cómo será la otra vida?¿Habrá vida después de esta vida? ¿Qué sucede después de la muerte? ¿Qué es eso del Juicio Final?
La Sagrada Escritura y el Catecismo de la Iglesia Católica nos dicen que, en el último día, el día del Juicio Final, saldremos a una resurrección de vida o a una resurrección de condenación, según hayan sido nuestras obras durante nuestra vida en la tierra (cfr. Juan 6,40 y 5,29; CIC #1001).
La Resurrección de Jesucristo, que estamos celebrando, nos da respuesta a todas esas preguntas. Y la respuesta es la siguiente: seremos resucitados, tal como Cristo resucitó y tal como El lo tiene prometido a todo el que cumpla la Voluntad del Padre. Su Resurrección es primicia de nuestra propia resurrección y de nuestra futura inmortalidad.
¿Cuándo sucederá esa resurrección prometida por Cristo? No sucede enseguida de la muerte, porque en la muerte quedan separados el alma del cuerpo. La muerte consiste precisamente en esa separación. Pero la resurrección sí sucederá en el “último día” (Jn.6, 54 y 11, 25); “al fin del mundo” (LG 48), es decir, en Segunda Venida de Cristo: «Cuando se dé la señal por la voz del Arcángel, el propio Señor bajará del Cielo, al son de la trompeta divina. Los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar” (1ª Tes. 4, 16) (Catecismo de la Iglesia Católica #1001).
Ahora bien, para resucitar es necesario, como nos dice San Pablo, “morir a nosotros mismos” (cfr. Rom. 6, 3-11)
Y ¿qué significa eso de morir a uno mismo? Es simple de decir y no tan simple de lograr, pero definitivamente posible. Se trata de cambiar nuestro modo de ser, nuestro modo de pensar, de actuar, de vivir, para irlo haciendo cada vez más parecido al de Cristo. ¿Parece imposible? Con la ayuda de Dios, es posible.
Y esto es indispensable, porque, así como no podemos resucitar sin haber muerto, tampoco podemos resucitar para la vida eterna si no hemos enterrado nuestro “yo”.
Y ¿qué es nuestro “yo”? El “yo” incluye nuestras tendencias al pecado, nuestros vicios y nuestras faltas de virtud. Y el “yo” también incluye el apego a nuestros propios deseos y planes, a nuestras propias maneras de ver las cosas, a nuestras propias ideas, a nuestros propios razonamientos… cuando éstos no coinciden con la voluntad y los criterios de Dios.
Al pensar en nuestra resurrección nos vamos dando cuenta que la cosa no termina aquí, que tenemos una meta en el más allá. Nos vamos dando cuenta que no fuimos creados sólo para esta vida. Que esta vida en la tierra es sólo la ante-sala de la otra vida. Que fuimos creados para el Cielo. Esa es nuestra meta. Y allí estaremos con Cristo. Y estaremos resucitados -como El- en cuerpos gloriosos.
Entonces, buscar la felicidad en esta tierra y concentrar todos nuestros esfuerzos en lo de aquí, es perder de vista el Cielo y –de paso- nuestra futura resurrección. Nuestro interés primordial durante esta vida temporal tiene que ser el logro de la Vida Eterna en el Cielo.
Quedarse deslumbrados con las cosas de la tierra, olvidando las de la otra vida, la Vida Eterna, significa perder nuestra brújula que apunta hacia el Cielo y –además- perder nuestro ancla, que es la esperanza en nuestra futura resurrección … Y –para colmo- correr el riesgo de no resucitar para la Vida, sino para la condenación (cf. Jn. 5, 29).
Isabel Vidal de Tenreiro
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