Dicen que la única vez que vieron llorar al general Juan Vicente Gómez fue cuando su segundo hijo con Dionisia Bello, su delfín y consentido Alí Augusto Gómez Bello murió, de 26 años de edad, el 7 de noviembre de 1918 a causa de la epidemia de “la gripe española” que sacudió al mundo en aquella época.
Considerado el hijo predilecto del general Gómez, había nacido en la hacienda La Mulera, en San Antonio del Táchira, el 27 de marzo de 1892 y su deceso fue devastador para el tirano, al punto de encerrarse en su residencia de Maracay por meses donde contaba su hija Cristina por primera vez lo vio llorar y de manera desconsolada por el consentido, aunque la epidemia también se llevó a su madre Hermenegilda y a sus hermanos Ana y Pedro.
En la familia le hallaban gran parecido a Alí Augusto con su padre para quien era un caso especial, hombre de confianza, su mano derecha, futuro gran heredero, por lo cual su muerte temprana transformó la vida del Benemérito. Aunque nunca combatió, ostentaba grado de coronel del ejército, comandante del regimiento de infantería Sucre Nro. 2, así como segundo vicepresidente del Estado Aragua. Era gran aficionado a la cacería y a los toros coleados haciendo pareja con su ayudante el coronel Roseliano Ojeda, a quien conoció en una tarde de coleo en San Juan de los Morros.
Alí Augusto era muy querido en Maracay donde se le consideraba un muchacho amistoso, de buen espíritu, fiestero y bailador, corredor de automóviles, quien a veces sirvió de chofer a su padre en rutas largas, como de Maracay a San Juan de los Morros o Güigüe. También más temprano durmió en la misma habitación de su papá. Tenían una estrecha relación, desde temprano se fue a Maracay con el tirano, mientras el mayor, José Vicente, Vicentico, era más apegado a Dionisia y sus odios, resentimientos, envidias y ambiciones. Cuentan que grave en su casa de la calle Miranda con 5 de julio en Maracay, Alí pidió la presencia del padre en su lecho de enfermo, pero el viejo dictador se negó a visitarlo por miedo al contagio.
Se cuenta que Gómez pidió que al morir le enterraran al lado de la tumba de Alí, el segundo hijo de la relación con su primera compañera oficial, sin matrimonio, Dionisia Gómez Bello, con quien tuvo otros seis, José Vicente, Josefa, Flor de María, Graciela, Servilia y Gonzalo. Segunda pareja reconocida sin casamiento fue Dolores Amelia Núñez de Cáceres, con quién tuvo ocho: Juan Vicente, Florencio, Rosa Amelia, Hermenegilda, Cristina, Belén, Berta y Juan Crisóstomo.
Gómez hizo una lista de puño y letra de sus 78 hijos con el nombre de sus madres respectivas –según el historiador larense Manuel Caballero– pero de algunos no recordaba a su progenitora. Muchos de ellos tuvieron puestos en la administración pública, junto con algunos de sus hijos legítimos, que le valió las acusaciones de nepotismo.
Según testimonios históricos bien contados por Luis Heraclio Medina Canelón, “la gripe española” llegó a La Guaira a principios de octubre de 1918, eran pocas las medidas de prevención sanitaria en los puertos y lo único importante para el gobierno de Gómez era impedir la llegada de sus enemigos políticos.
No se previó la cuarentena de buques con enfermos ni otras
prevenciones y así se conocieron los primeros casos en La Guaira el 10 de octubre y las autoridades en los primeros días de la peste no le dieron importancia, al contrario la ocultaban o minimizaban la gravedad de la situación.
El 18 de octubre se constata la aparición de la gripe en Caracas y el 20 por toda La Guaira y tuvieron que enviar por tren médicos a ese puerto porque todos los galenos guaireños estaban en cama. Gómez desde su refugio en Maracay ordenó la destitución del médico de Sanidad de La Guaira por no aislar al puerto y al presidente provisional Márquez Bustillos tomar medidas y se estableció un cordón sanitario en Antímano para pasajeros y mercancías que salieran de Caracas al centro por tren, automóvil, caballo, carreta o arrieros.
Los médicos prohibieron besos y abrazos, el gobierno a la prensa hablar de la peste. La gente acudía a remedios caseros tradicionales y el 25 de octubre hallaron los primeros muertos en las calles de los barrios de Caracas. Las reuniones públicas, procesiones, funciones de cine, ópera, teatro y corridas de toros también se prohibieron y se suspendieron las clases a todo nivel mientras por falta de personal cesaron tranvías, telégrafos y centrales telefónicas.
En Caracas a principios de noviembre los decesos llegaron a cien, se agotaron las urnas y el desfile de carros fúnebres y vulgares carretas llenas de cadáveres hacia el cementerio era continuo día y noche. Los fallecidos del hospital Vargas los transportaban en carros de mulas a un terreno cercano al cementerio de Caracas y enterrados sin urnas en fosas comunes que el pueblo llamó “La Peste”. Se proscribió la visita a los hospitales y sólo los parientes más inmediatos podían acompañar los entierros.
Los presos de La Rotunda permanecían expuestos sin atención y el arzobispo de Caracas, Felipe Rincón González, logró permiso de entrar al médico Rafael Requena, quien les llevó medicinas, cobijas y alimentos, pero también él se enfermó. Se ordenó la desinfección general de tranvías, trenes, oficinas públicas y locales privados con formol y creolina. Muchos de los más ilustres médicos estaban en el exilio o presos pero se constituyó una junta de socorro presidida por Luis Razetti con el arzobispo Rincón, Requena, Vicente Lecuna, Santiago Vegas y Francisco Antonio Rísquez para coordinar la lucha contra la epidemia. Treinta mil enfermos había en ese momento en Caracas. Los médicos José Gregorio Hernández y Luis Razetti declararon “que lo que estaba matando a la gente no era la gripe sino la pobreza y la miseria en que vivía la mayoría de los venezolanos, mal alimentados y con mínima higiene, muchos con padecimientos crónicos de paludismo y tuberculosis”. Ante el clamor y la protesta de los galenos se instalaron cocinas populares que repartían alimentos a los más pobres.
A fines de noviembre la gripe se extendía por todo el país y carentes de recursos las juntas de socorro en todas las ciudades pedían donaciones al dictador, pero los índices de morbilidad y mortalidad fueron bajando donde comenzó. El 29 de Noviembre, casi dos meses después del inicio de la pandemia, fue declarada extinguida en el puerto de La Guaira, primer foco de infección, a fines de mes la situación estaba casi normal en Caracas y para fin de año permitieron el cine, la zarzuela, los toros y las reuniones públicas, se normalizaron tranvías y trenes y los esbirros volvieron a sacar a los presos a construir carreteras.
La epidemia se extinguía lenta en los pueblos y ciudades del país hasta inicios de 1919, aunque en los pueblos alejados de las ciudades el proceso ocurrió más tarde y los últimos casos registrados fueron en Mucuchíes, en febrero.
Según Medina Canelón, “ochenta mil venezolanos murieron en el lapso de unos tres meses, muchas más víctimas de su debilidad, falta de alimentación e higiene y pobreza en general, que potenció los estragos de la influenza”, entre quienes se cuenta al hijo del tirano, coronel Alí Gómez y otras personalidades de su entorno político, como el entonces coronel Eleazar López Contreras, quien en 1935 sería el trigésimo segundo presidente de Venezuela, desde el 17 de diciembre de 1935 hasta el 5 de mayo de 1941.
Juan José Peralta