Es imposible evitar una catástrofe de magnitudes insospechadas. Es fácil que un país completo salga salpicado y hasta hundido por un ser microscópico. Nadie está preparado, por más que la infraestructura bélica esté fortificada. No hay batallón reflexivo para estos pormenores. Un dilema más que enrevesado. Tumba las razones elementales y regala una novedad casi siniestra. La humanidad pende de un hilo por algo insignificante.
El coronavirus no es un mal menor como algunos jerarcas pensaban. Ha trastornado el humor a siete mil millones de habitantes en el planeta. Nadie está protegido y hasta alucinan con el mal. Ha corrido el pánico en poblaciones donde todo estaba en calma. Los viajeros y emigrantes se han vuelto casi enemigos acérrimos; los culpables descorazonados y son tratados con hosquedad.
La soledad de las calles, los faroles apagados y la incertidumbre haciendo mella en todos. Nadie está inmune a la enfermedad y a tener los ánimos revueltos. De nada sirve la tecnología desmesurada y los avances científicos. Un pobre microbio tiene espantada a la tierra entera. Su trepidar nada benévolo ha enlutado a familias. Hasta las cifras son reservadas.
Mandatarios boquiabiertos, apesadumbrados y perdidos en ecuaciones fallidas, se consumen en el fragor de la confusión. No se lo esperaban. Un radio de acción incomodo, contumaz y férreo. Se confiaron por los porcentajes mínimos de fallecidos. No llegaban a tres por ciento. Pero las caravanas de féretros como en Italia, oxidan cualquier andamiaje de perspectivas. Más de mil 600 defunciones en dos días en el país de la bota. Es una mala noticia para los gobernantes porfiados. Sí, el mundo está débil y desguarnecido frente a este mal silencioso.
No sirve de nada los miles de millones de dólares invertidos en energía atómica y nuclear. Tantas naciones poderosas pueden quebrarse en un tris, con solo un sobre, una bacteria, un microorganismo pertinaz. La gran fisura de los eruditos. Supuestamente lo visionó Bill Gates en una conferencia hace cinco años. Un microbio puede acabar con el planeta. No es para dudarlo, pues los territorios más poderosos han sido los más golpeados.
Lo sorprendente es la desestimación a la enfermedad. Todavía sigue sucediendo, pero a la par cumpliéndose el otro vaticinio, dejando su estela de infectados y muertos. Se inventan conjeturas sobre la creación. Si fue de probeta y con intención programada. No lo sabemos. Quizá no. Posiblemente sí fue un chino atragantado con un murciélago como festín. Una cazuela de alas y colmillos. Un menú inapropiado.
Solo sabemos que nadie está inmune a una guerra bacteriológica. Sobran las mentes diabólicas para engendrar una pandemia descomunal. Y esta prueba de supervivencia, con un coronavirus aparentemente no tan mortal, se convirtió en un fracaso tremendo. El imaginarnos a un científico experto, con sonrisa divertida y conciencia trastornada, trabajando para algún gobernante con amplios deseos de poder, creando un síndrome, un minúsculo organismo para contagiar a las naciones enemigas y devastarlas, propiciando una mortandad despiadada, puede hacernos meditar de lo fácil que resultaría el acabar con la humanidad.
Por eso, no existe ciencia exacta para estos casos. Nadie imaginaba que apenas tres meses después de la aparición del coronavirus, tendríamos más de 170 mil infectados activos y más de diez mil defunciones. Nadie estaba programado para entender su magnitud. Todos empeñados en que estaba en China, lejos y soterrado en las costumbres asiáticas. Pero no. Salió a la luz en los demás continentes, tenaz, impenitente y sublevado.
Las imágenes de calles desiertas son inquietantes. Como también puede ser admirable la necesidad de la gente por socializar. Se hablan los vecinos por las ventanas comunitarias, mientras los edificios se abrazan como en una gran casa. Se cantan canciones y se emiten consignas positivas. Eso ha sido bueno y notable. Permite ser optimista frente a tanto descalabro.
La economía en las naciones muere de un tiro en el entrecejo. La recesión está cantada y muchos auguran dos años desorbitados. Ha dolido en el dedo de las decisiones, el decretar cuarentena. Paralizar todo el aparataje productivo es una decisión crucial y difícil. Pero debe hacerse, pese a todo. El fácil contagio es el dilema y no hay forma de detenerlo si no se cerca la proximidad.
La revista “The Economist” ya avizora más de dos millones de
estadounidenses fallecidos por este padecimiento. El articulista Carlos Alberto Montaner lo ha comentado, con una frase casi clarividente: “esa cifra es mayor, que la de los americanos muertos en todas las guerras a lo largo de su historia”.
Un simple virus nos mantiene con una ansiedad tremenda. Se señala a los irresponsables que siguen desestimando los estragos y salen impávidos a vacacionar, llevando posiblemente el virus a cuestas. Sigue sucediendo en muchos países. Lo fundamental es la prevención. Es una necesidad rígida y apropiada para evitar el seguir agrandando las cifras funestas. Depende de nosotros mismo y de la agudeza e inflexibilidad de los gobernantes, el poder responder a este mal, tan microscópico como mortal.
José Luis Zambrano Padauy
@Joseluis5571