La Constitución ¿para qué?
Mucho se ha escrito sobre el contrato social entre gobernados y gobernantes, con frecuencia para ensalzar las virtudes de un sistema más teórico que práctico, y que parece casi diseñado para tranquilizar a las personas o incluso para ocultarles la usurpación de su autogobierno.
Si continuamos separando claramente el ámbito colectivo del individual, no hay duda de que en el primero es muy deseable que se dé realmente un contrato así: que los gobernantes estén de veras maniatados por la voluntad popular a la hora de ejercer el poder. ¿Se da en los regímenes colectivos o los maniatados son cada ser humano?
No en vano, las constituciones surgieron, mucho más que como una norma suprema de organización social, como una legítima imposición de la gente a los reyes y, después, a los mandatarios republicanos. Y habría que añadir que es una lástima que se haya perdido, en muchos países, ese claro entendimiento de la esencia de las constituciones. Ahora se emplea la frase mágica “es que la Constitución dice que…” para limitar la acción individual y grupal de las personas más que para limitar al gobierno.
¿Cómo queda el ser humano en la Constitución?
Pero en cualquier caso, ese contrato social entre gobernantes y gobernados, ¿dónde deja al individuo? Habría que replantearlo como un contrato tripartito: poder, voluntad popular, ser humano en particular, porque “la suma de las voluntades de miles o millones de gobernados no resuelve, por sí sola, la relación de cada individuo con el poder”.
En otras palabras, la plena legitimación de los gobernantes y de su acción no depende sólo de la aceptación mayoritaria sino también de la aceptación individual, caso por caso, cuando se trata de decisiones que afectan directa o especialmente a una persona. No basta que el poder cuente con el respaldo “de todos” o “de la mayoría”, sino también con el de cada uno en lo que a ese uno afecta. ¿Se han preguntado por qué hay tanta abstención en las elecciones?
Organizar esto es sin duda complejo pero, en muchos aspectos concretos, podría y debería intentarse mucho más de lo que habitualmente se hace.
Nada puede limitar la Libertad
En virtud del contrato social se nos ha enseñado a aceptar sin rechistar lo que el poder nos ordena o prohíbe, porque quienes lo ostentan actúan “en nuestro nombre”, están “legitimados en las urnas” o responden a ”la voluntad de la mayoría”.
Siempre es más elegante que la imposición se nos justifique así, en lugar de venirnos dictada por un tirano, pero ninguna de esas excusas es éticamente válida para limitar nuestra libertad, aunque pueda ser necesaria para el grupo por razones, una vez más, de pura conveniencia organizativa.
La soberanía reside en cada persona
Un nuevo entendimiento tripartito del contrato social debería “incluir al individuo como una de las partes del mismo”, al menos en pie de igualdad con las otras dos, “reconocer que la soberanía reside en las personas” y no en conceptos vagos y difusos como “la nación” o “el pueblo” y “establecer”, claramente, “los casos en los que el individuo la delega en el grupo”, “cuándo y cómo puede negarse a delegarla” (por ejemplo, pero no exclusivamente, en los casos de objeción de conciencia),
- “cómo se diferencia la relación del poder con la sociedad y con cada uno de sus miembros”, y
- “cómo y con qué consecuencias puede el individuo rescindir unilateralmente el contrato”, por ejemplo:
- o mediante la renuncia a la ciudadanía,
- o con la pérdida de sus derechos y obligaciones, y
- o el eventual apartamiento voluntario de la sociedad para vivir solo o con otros en un entorno diferenciado o
- o su salida del territorio correspondiente.
Cabe abundar en el hecho de que, si la “patria” y sus consecuencias sobre el individuo le vienen impuestas a éste y no son resultado de su libre decisión, su sustitución por otra y la “apatridia” son opciones personales de incuestionable legitimidad. Es curioso que la hoy obsoleta Declaración Universal de los Derechos Humanos insista en el derecho individual a una nacionalidad (es decir, a ser súbdito de un determinado Estado) pero no reconozca el derecho a elegir cuál, ni a renunciar a ella, ni tampoco el derecho complementario: el derecho a no tener “patria” alguna si así se desea.
LA SOBERANÍA: ¿DE QUIÉN?…
¿Del Estado o de las Personas?
Cuando se hace recaer la soberanía en “un grupo”, además, tan amplio que nos abarca a todos, en realidad se nos está sustrayendo una porción considerable de la misma. La soberanía no le pertenece a un ambiguo “todos nosotros”: el “pueblo”, el “soberano” sino a cada uno de nosotros.
El grupo “patria”,(clase social, pueblo, sociedad, nación o como se le quiera denominar) no es otra cosa que la suma de sus integrantes, ni más ni menos. No es un ente diferenciado ni interpretable desde una visión organicista ni corporativista:
• no tiene vida ni consciencia propias,
• ni una voluntad que pueda esgrimirse como argumento para limitar la del individuo,
• no es sujeto de derechos diferentes de los que asisten a sus miembros
• ni tiene, desde luego, derechos de ninguna clase sobre éstos, antes al contrario,
• “son los partícipes del grupo quienes están individualmente dotados de sus respectivas cuotas de derechos sobre el mismo, ejercibles en relación con todas aquellas decisiones que necesariamente hayan de tomarse de manera colectiva por trascender de forma objetiva el alcance, siempre prioritario, de la soberanía personal”.
Las personas, en gran parte del mundo, hemos conseguido a duras penas arrancarle la soberanía a los monarcas que esgrimían su supuesto derecho divino y a toda clase de tiranos que empleaban cualquier otra excusa para usurparla.
Pero poco arreglamos si, una vez reconquistada, la “delegamos” con tanta generosidad en una nueva clase de gobernantes más simpáticos y “legitimados” (por el voto) pero igualmente dispuestos a emplearla en beneficio de su proyecto de sociedad, casi siempre colectivista y limitador de nuestra libertad (violatorios de la legitimidad en las acciones); o bien en aras de su entendimiento del Estado, cuando no en beneficio propio.
La soberanía pertenece a las personas
Si optamos por vivir en una sociedad:
• somos dueños de la millonésima parte que nos corresponda de la “soberanía colectiva” (no estaría de más darle a cada persona un título, una especie de acción, para que se visualizara mejor este hecho),
• aparte de seguir siendo, principalmente, dueños exclusivos y únicos de nuestra “soberanía personal”.
Respecto a ambas debemos ser extremadamente vigilantes, ya que de lo contrario nos las arrebatarán sin que nos demos cuenta:
• Respecto a la primera, es decir, a nuestra porción de soberanía común, deberíamos ser capaces de ejercerla muchas más veces, con mucha mayor efectividad y no sólo para escoger a nuestros gobernantes sino “para ordenarles en la mayor cantidad posible de casos lo que deben hacer”.
• Pero al mismo tiempo se debe impedir a todos ejercer su porción de soberanía colectiva “para mandar a los gobernantes acciones que atenten contra la soberanía individual de otros”, ya que ésta, igual que la nuestra, es más elevada. Y sin embargo, eso es precisamente lo que sucede de manera constante en muchos ámbitos, y particularmente en el de la política: grupos de interés de la más diversa naturaleza coordinan sus porciones de soberanía colectiva para imponer limitaciones a la soberanía individual de otros.
La soberanía individual no debe perjudicar a nadie
La soberanía individual nos faculta para hacer absolutamente cuanto deseemos, con la única pero fundamental excepción de aquellas cosas que verdadera y demostrablemente perjudiquen a otro. “Hacer”, en este contexto, incluye por supuesto “No Hacer”.
Este principio básico está formalmente reconocido por casi todas las instituciones democráticas, pero se ve sistemáticamente vulnerado y reducido en aras de un difuso “interés general” que encubre con frecuencia el interés particular de sus diversos intérpretes en el campo de las ideas o en el de la política. Intérpretes que no tienen empacho ni rubor en limitar nuestra soberanía para favorecer, no el objetivo restablecimiento de la soberanía vulnerada de otro, sino aquellos intereses que a su criterio o a su capricho coinciden con los del grupo o la mayoría de sus miembros.
“La libertad de cada uno no termina donde empieza ese discutible eufemismo que en realidad sirve como excusa para que las élites interpretadoras hagan y deshagan a su antojo, sino que termina donde realmente comienza la inalienable soberanía individual de otro, pero del “otro” con nombre y apellidos”. Las consecuencias fundamentales de la soberanía individual son nuestro indiscutible autogobierno y nuestra plena potestad sobre nuestra propiedad.
Próximo Domingo: Personas y Propiedad
Juan José Ostériz