Por más de cien años – desde los albores del siglo XX – las fuerzas armadas venezolanas no se han involucrado en batalla alguna de consideración, salvo las inevitables escaramuzas de algunas conocidas revueltas.
Contaba don José Giacopini, extraordinario analista de la historia militar del país, que en medios castrenses las grandes diferencias políticas de estos tiempos se resolvían con lo que el describía como “el pescueceo” – donde la mayoría de la oficialidad mira de un lado a otro, sacando cuentas de las fuerzas de cada bando. De tal modo, que, al contar a la izquierda cuatro, y a la derecha cinco – ganaba la derecha – con un el mínimo derramamiento de sangre.
No hay razones para pensar que la práctica haya variado mucho desde que falleció el simpático doctor Giacopini en 2005 – salvo que hoy entran en la ecuación factores externos e irregulares jamás tolerados por militares de otros tiempos: Bandas paramilitares, milicias y fuerzas foráneas.
Ciertos observadores consideran que las fuerzas armadas de la república hoy se encuentran desvencijadas, debilitadas y desmoralizadas, diezmadas por deserciones, desarticuladas por impericia e indisciplina, taladradas por elementos de inteligencia foránea y corrompidas con prebendas recibidas. Todo ello puede ser en gran parte cierto, pero siguen siendo elemento esencial para el eventual retorno de la institucionalidad en Venezuela.
Para comenzar, por mal que estén las fuerzas regulares siempre superan a la caterva infame de los elementos paramilitares, cuyo rasgo principal es la profunda cobardía de atacar alevosamente a civiles desarmados. Indudablemente existirán entre aquellos sicópatas dispuestos a enfrentar, pero en general su “valor” rápidamente se esfumaría en una confrontación directa con fuerzas organizadas.
En cuanto a los mercenarios hoy presentes en Venezuela, estos comenzarán a hacer mutis por el foro el mismo día en que – tras el consabido pescueceo – la legítima milicia se decida a dar por terminada la usurpación y emprender el regreso a la constitucionalidad, con apoyo aliado para liquidar cualquiera que les haga competencia en el monopolio de las armas de la república.
Es previsible que a su hora menguada los personeros más connotados del régimen, por su baja calaña, se comporten como los salvajes marañones que en 1561 irrumpieron con Lope de Aguirre en los albores de la historia venezolana: Ellos mismos liquidaron de un arcabuzazo al delirante vasco para que éste – atrapado – no revelase las vagabunderías y crímenes del resto de la pandilla. La historia puede repetirse.
Antonio A. Herrera-Vaillant