Kumarakapay: las huellas de una masacre contra un pueblo en resistencia

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La casa donde vivían Zoraida Rodríguez y Rolando García con sus cinco hijos está llena de cicatrices. La fachada contuvo decenas de disparos de armas largas que hoy están cubiertos con cemento gris. Los boquetes se ven detrás de los móviles que la familia hacía para vender a los turistas que pasaban por Kumarakapay. Son círculos del tamaño de un limón y destacan en medio del verde pastel que cubre las paredes de la vivienda. Uno de los muros laterales quedó atravesado por la grieta que dejó un balazo. Muy cerca de allí, cayó Zoraida con tres tiros en el pecho. Su esposo Rolando se desplomó a pocos metros, justo cuando avanzaba para ayudar a un familiar a quien también lo habían alcanzado los proyectiles. Ambos fueron víctimas fatales de la masacre que el 22 de febrero de 2019 por primera vez manchó de sangre a la Gran Sabana, en el sector oriental del Parque Nacional Canaima.

Desde aquella mañana, cuando decenas de efectivos del Ejército arremetieron a tiros contra sus habitantes, Kumarakapay nunca volvió a ser la misma. Tres de sus pobladores murieron y otros 14 fueron baleados. Los lesionados que se quedaron en el pueblo son hoy los únicos heridos de bala que han vivido en Kumarakapay desde que se fundó, a inicios de 1930. A varios de ellos se les reconoce porque cojean. Otros, como Onésimo Fernández, quedaron postrados en sus camas.

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Los pobladores de la comunidad indígena, conocida también como San Ignacio de Yuruaní y situada muy cerca de las famosas “cataratas” del mismo nombre, aseguran que al menos 80 de sus hermanos huyeron a Brasil para escapar de la persecución que se desató luego de la masacre. Ese número representa alrededor de 5% de  1.500 habitantes. Los hijos de Zoraida y Rolando están entre los que se fueron.

José, de 23 años y el mayor de los cinco hijos, ya se había ido de Kumarakapay antes de la balacera. Llevaba varios meses en un pueblo del Arco Minero del Orinoco, a donde se fue a explotar oro para poder mantener a su esposa y tres hijos. Pero cuando sucedió la masacre, estaba de visita en la casa de sus padres. Fue testigo de cómo Zoraida y Rolando fueron arrasados por las balas, al igual de Clíver, su primo, quien también murió por el ataque de aquella mañana. La primera en caer fue su mamá.

Zoraida acostumbraba a levantarse alrededor de las 4:30 am para meterse en la cocina y preparar las empanadas que ofrecía a los viajeros que estaban de paso por Kumarakapay. Ese 22 de febrero hizo lo mismo: se despertó y preparaba todo para comenzar la faena en la cocina grande que tenía al lado de su casa: un galpón con medias paredes de color pálido que sirvió de comedor tiempo atrás, cuando los pemones de la Gran Sabana podían vivir exclusivamente del turismo. Cerca de las 6:00 am, llegaron los convoyes militares al puesto de la guardia pemón que los indígenas habían montado en plena carretera: la Troncal 10, la misma que conecta a Venezuela con Brasil. José, al escuchar el ruido, se levantó.

No era la primera vez que los vehículos militares intentaban pasar por allí. Alrededor de las 3:00 am, hicieron lo mismo. Un testigo recuerda que buena parte de Kumarakapay esperaba la llegada de la ayuda humanitaria y que, por esa razón, en el punto de control de los guardianes pemones se conminó a los uniformados a regresar. Los efectivos se devolvieron, pero solo 4 kilómetros: los convoyes se quedaron en el desvencijado puente metálico sobre el río Yuruaní. Un par de horas después, volvieron con más tropa y dispuestos a disparar.

“Mamá estaba rastrillando cuando llegaron los militares”, rememora José, quien se levantó para ayudarla. Fue Zoraida quien le confirmó que habían comenzado a pasar los convoyes. Eran cerca de las 6:00 am. 

Tres de los camiones cargados de militares ignoraron el punto de control pemón y pasaron hasta estar casi al frente de la casa de Zoraida y Rolando. Uno se quedó atrás y los indígenas obligaron a sus conductores a bajarse. Desde los otros vehículos militares respondieron con fuego.

“El Ejército vino a tomar todo y la gente trancó la calle. Les dijeron que no respetaban a la comunidad”, acota José. Uno de los uniformados era un pemón de otra comunidad. Los guardianes indígenas intentaron mediar en la situación y discutieron en el punto de control. 

Zoraida no corrió a esconderse. “Mi mamá se quedó afuera y empezó a reclamarles a los militares de los convoyes que estaban frente a su casa. ‘¿Por qué ustedes apoyan la sinvergüenzura?, ¿ustedes no ven la realidad?, la frontera está llena de venezolanos, ¿no les da pena?’, les decía”, cuenta José. Luego de confrontarlos, se volteó para seguir hacia la cocina. En ese momento, dispararon de nuevo. Cuando ella volteó, tres balazos se clavaron en sus senos. Las manos le quedaron llenas de la masa que había manipulado poco antes para hacer los pasteles que pensaba vender más tarde aquella mañana. En el sitio donde la hirieron, nacieron flores amarillas silvestres.

La actitud de Zoraida frente al poder siempre había sido frontal y eso, explica José, se debía en parte a que era adventista: insumisos, protestantes. La otra parte le venía de familia. “Mamá tenía el carácter de mi abuelo y por eso decía las cosas directamente. No se callaba, siempre decía lo que pensaba”.

José corrió para auxiliar a su mamá cuando se desplomó y logró llevársela a la cocina en donde ella preparaba las empanadas. “Hijo, saca a los niños, váyanse de aquí”, le dijo ella cuando pudo hablar. Cuando logró alzar la cabeza en medio del tiroteo, José vio cómo caían otros de sus paisanos, entre ellos, su primo Clíver Pérez, la segunda víctima fatal de la masacre de Kumarakapay. 

Poco después de aquella escena, quien cayó fue su padre, Rolando, que había salido de la casa para ayudar a Alfredo, uno de sus cuñados que también había sido herido. Pero mientras andaba, lo alcanzó un disparo en el torso. “Yo vi que mi papá corrió. Cuando me volteo, venía agarrado (presionando su abdomen) y gritando. Pensé que iba a aguantar porque era alto y gordo”, comenta José.

Rolando era guía turístico y también llevaba las riendas de su conuco, donde sembraba yuca y batata, entre otros tubérculos. Su hijo José lo recuerda como un líder en su familia, porque incluso sus cuñados seguían sus decisiones y consejos. Era él quien laboraba junto a ellos en cada conuco que sembraban.

“Papá era un hombre de autoridad. Él decía que el que trabajaba, comía, y el que no, que buscara qué hacer. A pesar de eso, era cariñoso con nosotros, compartía mucho con la familia de mi mamá, porque la suya estaba en Brasil. Son pemones brasileños”, apunta José.

Si algo sorprendió al pueblo de Kumarakapay, fue la actitud de los militares. “Venían ya como para no perdonar”, señala Pablo Delfonso, un primo de Rolando y ex capitán de Kumarakapay (2006-2008), que vivía a pocos metros de su casa. A él lo despertaron los balazos de las 6:00 am, pero más temprano había estado despierto por el movimiento de convoyes que hubo a las 3:00 am. El sonido de los tiros lo tomó por sorpresa, no entendía lo que pasaba. Cuando salió de su casa, ya Rolando y Zoraida estaban en el suelo. A otros de sus paisanos también los habían baleado.

Otro testigo, a quien lo despertó el bullicio del trancón, vio cómo se armaron los uniformados. Justo antes de llegar a la carretera, observó una fila de militares que disparaba con sus fusiles al aire. Sin embargo, los pemones que estaban cerca comenzaron a caer por los balazos. A la moto en la que iba la impactaron tres proyectiles. Él corrió a refugiarse.

“Ya nos están matando, nos están matando –pensé- porque ninguno de nosotros tenía armamento para defenderse, no teníamos nada. Vi a la gente cayendo, llorando a las mujeres, a las señoras, niños, niñas, todos. La gente gritando que nos estaban matando”, relata. 

Detrás de aquellos uniformados, había más: otros efectivos se habían escondido tras del convoy. Asegura el testigo que estos fueron quienes dispararon directamente a los indígenas. Los mismos que lo balearon en la pierna cuando él, al pensar que el fuego había cesado, se movió para refugiarse en otro lugar. Le dieron cerca del glúteo, y le perforaron el fémur. Para salvarse, debió arrastrarse hasta un restaurante a donde estaban llevando a todos los heridos. En el suelo vio los cuerpos heridos de decenas de sus pemones.

Al cabo de unos minutos, vino por fin la calma. Los convoyes continuaron su camino hacia la frontera. Había pemones heridos de bala a lo largo de la carretera. A todos los reunieron en un restaurante a orillas de la vía y de allí los llevaron al ambulatorio de Kumarakapay. Zoraida murió poco tiempo después de ingresar. 

Un camión 350 trasladó a los otros heridos al Hospital Rosa Vera Zurita de Santa Elena de Uairén, a casi una hora de distancia. De ellos, solo Rolando, su primo Cliver Pérez y Onésimo Fernández fueron llevados a un hospital en Boa Vista, Brasil, a más de cinco horas y media de Kumarakapay. Seis días después murió Clíver. El 2 de marzo murió Rolando lejos de sus hijos y su casa.

En esos días, los hijos de Zoraida y Rolando corrieron a refugiarse. Se fueron montaña adentro, a donde sabían que los militares no los buscarían. Lo mismo hicieron muchas familiar de Kumarakapay, porque los militares regresaron aquel 22 de febrero, en horas de la noche, para allanar las viviendas.

“Caminábamos de noche hacia los cerros para escondernos cuando nos buscaban y solo nos regresábamos al siguiente día. El Cicpc vino para acá al siguiente día, después de la masacre. Ellos fueron quienes taparon los huecos de la casa”, cuenta José.

Pablo Delfonso, quien también es profesor de la Escuela Técnica Agropecuaria de Kumarakapay, recuerda los días posteriores a la masacre. “Esas semanas fueron una burla a nuestros hermanos, porque nadie se podía mover de Kumarakapay. No podían ir al conuco porque todo estaba cercado por los militares. Como autoridad legítima lo hemos dicho, ellos (los uniformados) no pueden hacer eso. Tienen que informar, porque de repente alguien va a su conuco y lo detienen o tirotean”, indica quien había quedado esos días como capitán encargado de la comunidad. 

El acoso de los militares obligó a muchos a no regresar. “Después de la masacre, tuvimos que dispersarnos. Yo no hallaba cómo defender a mis hermanos. Tenía que defenderlos. Yo soy el mayor y tenía que pensar cómo manejar a una familia. Nos tuvimos que dividir: mis hermanos (de 17, 16, 13 y 12 años, en aquel entonces) se fueron a Brasil y yo, con mis hijos y mi esposa, me fui al Cuyuní”, relata José.

Los hijos de Zoraida y Rolando viven en la frontera brasileña junto a sus tíos, los hermanos de su padre. Ellos le dieron techo, mientras que el gobierno de esa nación les fijó una pensión en tanto estuviesen en su territorio. Ocho meses después, volvieron a su casa en Kumarakapay, pero solo para pasar vacaciones. Saben que quedarse no es seguro, aunque añoran el hogar que tenían junto a sus padres y la vida en la Gran Sabana.

En Kumarakapay poco se ha recuperado. El turismo, que ya había bajado con la crisis, disminuyó todavía más y eso ha incidido negativamente en la vida económica de la comunidad que depende de esta actividad. Pablo cuenta que el acoso de los militares ha bajado. “Pero los primeros, venían con actitud amenazante, por eso lo denunciamos a sus generales y superiores en el Fuerte Luepa (el Batallón de Infantería que fue asaltado el 22 de  diciembre de 2019 por un grupo de pemones)”, reclama. 

Pablo sostiene que el ataque tiene su origen en el interés que tiene el gobierno de invadir las tierras de los pemones para aprovechar sus minerales. Ya en el Sector Occidental del Parque Nacional Canaima, había ocurrido meses antes el asalto de los efectivos de la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM) a los mineros pemones que extraen oro en el río Carrao, que dejó un indígena muerto y otros dos heridos. En noviembre de 2019, ocho personas murieron cuando una presunta banda armada disparó contra ocho mineros de la comunidad indígena de Ikabarú, donde se explota oro y diamantes desde hace décadas. Los pobladores de la zona, sin embargo, aseguran que los autores de la matanza son las fuerzas de seguridad del Estado. 

Lo sucedido hace un año en Kumarakapay dejó tras sí refugiados, pérdidas, desconfianza, miedo. Sin embargo, nada de esto ha amilanado a muchos de los pemones que se quedaron en el pueblo. Hay quienes, como Pablo, lo ven como una oportunidad para unirse ante un destino que parece inexorable. “Lo que pasó más bien ha fortalecido nuestra lucha como pueblo pemón, porque el que lucha tiene que morirse. Es así”, sentencia. 

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