Allí está erguido no se sabe cómo. Hace unos años unos taladores, que se ocupaban de árboles vecinos, me propusieron cortarlo. Pegué el grito en el cielo. No tengo alma de alcalde de pueblo recién nombrado, cuya gran obra pública es cambiar la acogedora sombra verde de la vieja placita del lugar, por el gris del cemento. No, el arbolito en la acera frente a mi casa, no es mío, claro, es de la urbanización, de la ciudad, pero en cierta forma, por estar casi dentro de mi jardín, me pertenece y lo defiendo.
El es viejo y mínimo, nada vistoso. Anualmente se desnuda de todas sus hojas y quedan sus negras ramas como súplicas al cielo. Una que otra florecilla aparece aquí y allá. Llegamos a pensar, el chófer medio jardinero y yo, que si no se hacía algo -removerle la tierra, abono- iba a llegar el día de cortarlo. Pero nunca hicimos nada, por esa dejadez tan criolla de que todo es para mañana. Han pasado los años, pero allí permanece esmirriado, lleno de tiña y eso sí, visitado por las aves, ese pequeño araguaney -¡árbol nacional!- frente al ventanal de la sala.
¿Qué pasó este año? Ya algo anunció el pasado, noté que fue ligeramente menor su escasez floral. Pero en estos días…, ¡ah, el milagro! Se desbordó su orgullo patrio, ¿de donde sacó fuerzas? Lo cierto es que su cúpula está coronada de estrellas y la grama del jardín salpicada de réplicas doradas. Subo a la terraza y la nutrida floración amarilla de mi araguaney, a pesar de su discreta altura, compite con el inefable verde de las faldas del Ávila. ¡Qué espectáculo! Arriba y abajo, cielo y tierra se han puesto de acuerdo para alegrar mi momento. Pienso, medito y sueño. Me queda poco tiempo de vida, pero tengo en cambio aún mucho de esperanza.
Si mi pequeño araguaney resucitó de sus cenizas, ¿por qué no Venezuela?
Si su estirpe representa la patria, en este renacer de lo que parecía perdido, ¿no hay un mensaje para nosotros? Si la savia despertó y corrió dentro de las ramas negras y muertas, ¿no va a levantarse una nación que conserva un puñado de hijos vivos, aquí y allá?
Yo sé que si de algo se me acusa es de optimista impenitente e impertinente, pero prefiero eso, a ser una desconsolada llorona intermitente. No, yo no lloro sino lo negativo inevitable…, pero no por mucho tiempo. Siempre hay que reaccionar, secarse las lágrimas y encarar la vida, que es eterna. Hoy vivo yo, otros vivirán mañana y por ellos tengo que luchar ahora. Me siento un eslabón en la cadena de la existencia que marcha al infinito, allí donde se alcanza la felicidad eterna. Como eslabón eficiente, debo estar atada firmemente al bien que me dio el pasado y al que yo debo entregar al futuro. Si me rompo, le haré daño a esa continuidad creadora.
En la naturaleza encuentro una lección perenne. Dios nos puso en ésta para un intercambio mutuo de bienes y servicios. Y no sólo en lo físico, sino en lo espiritual. Tengo preferencia por los árboles, quizás porque mi apellido es uno de ellos. No es la primera vez que extraigo una reflexión clorofílica. Hace unos años escribí un artículo en este mismo diario que titulé El árbol inclinado y comparaba esta inclinación con la situación del país en aquel momento: inclinado sin caer definitivamente. Era un árbol también en la acera frente a mi casa pero más cerca de la vecina. Hace unos tres años, el Jueves Santo, al atardecer, estando en la terraza haciendo mis oraciones vespertinas, lo sentí y vi caer. Me dolió, era mi amigo. Lo terminaron de derribar, dejaron unos troncos, me hice traer uno para el jardincito frontal y lo puse soporte de un par de potes con plantas. Le rendí un nuevo homenaje con el artículo El árbol caído y, por supuesto, hice otra reflexión basada en su destino. Hoy, ese pequeño tronco, recuerdo del árbol amado, se engalana con las gotas de brillante amarillo que destila el generoso araguaney.
Nada está muerto, también una nación y un mundo pueden tomar impulso e incorporarse de nuevo. Un viejo araguaney florecido y la alfombra de su propia luz que lo rodea, abren en mi alma la luminosa puerta del futuro, así no me toque a mí atravesarla, ¡pero sí lo hará Venezuela!
Alicia Álamo Bartolomé