El pueblo venezolano tiene el desafío de recuperar su democracia en la doble acepción de Sartori, como demoprotección para defenderse de la tiranía y como demopoder, para ejercer su decisión para avanzar en términos de desarrollo, prosperidad y justicia. El deber indelegable del liderazgo democrático venezolano es conducir exitosamente ese gran cambio.
Esta es una contienda desigual. El pequeño grupo que ha privatizado el poder en su exclusivo beneficio es francamente minúsculo. Un reducidísimo círculo ni siquiera representativo del minoritario pero significativo porcentaje de compatriotas merecedores de respeto que por lealtad a la memoria del difunto Presidente o por el motivo que sea, mantiene esperanzas en sus promesas y todavía lo respalda. Pero esa soledad popular no nos aconseja subestimar al grupito que es superavitario en recursos –mientras el país muere de mengua- y deficitario en escrúpulos. Aunque compartido de mala gana por una coalición de socios por conveniencia, ostenta todo el poder y abusa de él con maña y saña.
Abusa de la fuerza, olvida los límites constitucionales, menosprecia al ciudadano, muestra indiferencia ante el sufrimiento del pueblo para sobrevivir en la situación que desde el poder han causado y también ante los compromisos internacionales de la república. Si sigo por ahí la lista podría ser interminable. Ese es el adversario que enfrentamos. Aún herido, solitario y acorralado a consecuencia de sus graves errores, no deja de ser peligroso.
Se trata de una realidad difícilmente discutible. La mayoría del liderazgo opositor está consciente de ella. Hay opositores que prefieren ignorarla con motivaciones variadas. Otros que no la ignoran, sin embargo, optan por actuar como si no existiera y, por lo tanto, por solos como los héroes o heroínas a quienes deberemos agradecer eterna (y anticipadamente) nuestra liberación o por pretender imponer de facto su línea al resto de los seres vivos.
Ante esa realidad, hay otra que tampoco tiene discusión: la unidad de los demócratas es imperativa. Es su primer deber. De lejos. La primerísima de sus obligaciones con millones de venezolanos, con el país. Y no hablo solamente de la mayoría parlamentaria, a la que tampoco haría daño un ejercicio mayor de amplitud. Si a ésta pedimos humildad, ¿Cómo no hacerlo con quienes, por muy respetables, tienen menos peso institucional o en la opinión pública?
Unidad del liderazgo político. Unidad del liderazgo social, económico, intelectual, espiritual, comunicacional. Unidad estratégica, táctica, organizativa y de acción. Está en juego la república. Ni más, ni menos.
La fuerza repotenciada del liderazgo de Juan Guaidó apuntala las posibilidades de la unidad. Es una ventaja que no puede ser desaprovechada, máxime en un cuadro tan desventajoso. Para él, el papel central, sin mezquindades. De él, una enorme responsabilidad. La mayor que cualquier venezolano hoy. No dejarlo solo y que no actúe en solitario. Por el bien del país entero. Entero.
Ramón Guillermo Aveledo