Deporte y pasión nacional, el béisbol es para el ojo atento, fuente de enseñanzas prácticas para entender la vida y cualquiera de sus actividades. Lo que pasa es que, decía Wes Westrum, cátcher de los Gigantes de Nueva York, es como la iglesia “Muchos van, pero pocos entienden”.
Acaba de concluir el campeonato de la Liga Venezolana de Béisbol Profesional, una muestra del arraigo profundo y la resiliencia de la pelota como parte importante de la identidad nacional, así como la cualidad de la liga como institución de nuestra sociedad. Que ganara mi equipo me dio una alegría de esas que nos hacen falta en medio de esta situación que empeora pero, a efectos de mi argumento, es lo de menos.
Un juego de pelota es como la vida misma. Aún cuando no se ve que pase mayor cosa, siempre están ocurriendo hechos con impacto en el proceso. Transcurre lentamente pero cada jugada puede decidirse en el fragmento de un instante. No finaliza por el transcurso del tiempo. A diferencia de otros grandes deportes populares, como el fútbol o el baloncesto, ningún pito o chicharra indica su finalización. Sólo la proeza o la torpeza humana pueden determinar que ha terminado. Que ya lo decía Yogi Berra, el legendario receptor de los Yankees y manager de los Mets, “El juego no se termina hasta que no se acaba”.
Es un deporte de estrategia pensada y tácticas decididas para llevarla adelante y enfrentar la del contrario, pero la una y las otras son ejecutadas no por piezas inanimadas, como en el ajedrez, sino como en la vida, por seres humanos con destrezas y limitaciones. Capaces del acierto y el error. La jugada se piensa, se define pero tienes que hacerla bien y salirte, es decir, producir el resultado esperado porque el otro equipo, a su vez, intentará que no sea así. Hay un plan estratégico, pues, pero se va haciendo lanzamiento por lanzamiento, bateador por bateador, inning por inning, juego por juego, como creo que decía Casey Stengel, un manager histórico. La mayor parte de los juegos se deciden por pequeños detalles hechos de la manera correcta.
La verdad, no soy el único que ha pensado en eso. Tome el caso de George Will, el intelectual norteamericano y estudioso de la ciencia política, quien recientemente publicara una obra magnífica sobre la ideología de los Padres Fundadores de esa nación, entre sus quince títulos tiene al menos dos dedicados al juego de pelota.
El béisbol es una escuela para asimilar las decepciones. Un deporte difícil compuesto de fracasos. Un bateador muy bueno tiene un promedio de poco más de 300. Eso quiere decir que batea bien tres de cada diez veces. O sea, falla siete de ellas. El aplaudido de pié de este momento, porque hizo la una atrapada espectacular, puede convertirse en villano en seguida porque lo sacaron out al correr mal a segunda base y su equipo perdió la oportunidad de colocar un hombre en posición anotadora cuando más le hacía falta. O, al revés, el abucheado por cometer una pifia imperdonable, puede terminar siendo el héroe que conectó el hit decisivo para ganar.
El béisbol es un juego de paciencia y atención, calma y tensión, pero sobre todo un deporte de equipo. Los juegos no los gana un jugador solo. Siempre necesita de los otros. El mejor pitcher no es nadie sin un buen cátcher que de la seña correcta y una defensa competente que atrape los batazos y haga las jugadas. El jonronero más poderoso la puede mandar a la calle, pero produce una sola carrera si otros no se han embasado.
Equipo, integración de talentos, colaboración. Por eso es que dicen “Tranquilo, que el equipo gana”.
Ramón Guillermo Aveledo