En ese deambular de memoria por mi antigua Caracas -antes de la construcción de la Avenida Bolívar que provocó la demolición del Hotel Majestic- quiero detenerme, una vez más, en esos alrededores. Primero, ante El Silencio, no el actual complejo habitacional, gran obra del arquitecto Carlos Raúl Villanueva, cuyo nombre heredó del espacio donde se construyó, precisamente un oxímoron: barrio alborotado de casas de cita y prostitución. Dije bien, detener, sin entrar, ninguna muchacha caraqueña decente iba a poner los pies allí. ¡Era El Silencio… y se guardaba silencio!
Mi segunda parada es en esa plaza de tan entrañables recuerdos, la San Pablo, que limitaba por el norte con el Hotel Majestic y por el sur con el Teatro Municipal; al oeste había un centro cultural importante que no recuerdo si era el Centro Venezolano Americano. No tengo a quién preguntárselo, ni Wikipedia logra informarme. Mis fuentes ya están en la eternidad, a nadie puedo decirle, ¿te acuerdas…? Pero sigamos adelante sin nostalgias inútiles. Justamente a lado de este centro arrancaba una calle que conducía al ruidoso Silencio. Al este, empezaba otra de mucha solera, allí había una pensión donde llegaban toreros españoles y sus cuadrillas. Con alguien de estos grupos, supongo, me sucedió la siguiente anécdota. Iba caminando por la acera sur, muy oronda, vestida de rojo y bastante gorda. Por la acera norte y en sentido contrario, venía un caballero con sombrero cordobés, me miró, se quito el sombrero, lo lanzó de acera a acera y me cayó a los pies. Sonriente, en igual lanzamiento, se lo devolví y seguí mi camino.
Plaza San Pablo por estar frente al templo del mismo nombre, albergue del famoso Nazareno, devoción principal del pueblo de Caracas y hoy huésped de la basílica de Santa Teresa. Pero el Ilustre Americano, Antonio Guzmán Blanco, presidente del país en la década de los 80 del siglo XIX, en su afán de modernizar y afrancesar la capital, quiso construir un teatro digno de la urbe y, ateo como era, se le ocurrió hacerlo en el sitio del templo de la gran devoción caraqueña. Demoler para innovar, se arrase lo que se arrase, ha sido el sino entre nosotros. Se salió con la suya el culto dictador, pero se lo reclamó su esposa, de rancio abolengo, Ana Teresa Ibarra, caraqueña al fin, entonces hizo construir en desagravio y en honor a ella, la basílica con dos fachadas y dos nombres: Santa Ana y Santa Teresa –este nombre prevaleció en el ánimo del pueblo- y le dio allí nueva residencia al Nazareno. Pero parece que el reclamo no fue sólo de doña Ana Teresa. Una noche, estando solo en su palco del recién construido Teatro Municipal, se le apareció el propio Nazareno. Se desmayó. Fue antes o después de la decisión de construir el templo del desagravio…, pues no lo sé.
La plaza de San Pablo que conocí era más que todo un estacionamiento con una pequeña estatua en el centro no sé de quién. A mi hermano Antonio, aparcando un día su vehículo ahí, se le acercó el típico acomodador de esos lugares y le dijo: Doctor, ¿le cuido el carro? Y Antonio le preguntó: ¿Cómo sabes si soy doctor? Y el otro replicó: ¡Gua, aquí el que tiene corbata es doctor!
El Teatro Municipal, tan cerca de los acontecimientos demoledores, si se salvó, fue de milagro, pero sufrió una operación plástica: le recortaron la nariz. Antes el acceso era por un medio cilindro de columnas, pero el plan Rotival lo dejó sin la curva, o sea, ñato y así sigue hasta hoy, aunque afortunadamente en pie y desgraciadamente en una zona degradada.
En esa época de derrumbes urbanos, vinieron para una exhibición de béisbol de las Grandes Ligas, dos prestigiosos equipos de Nueva York, los Yanquis y los Dodgers, entonces de esa ciudad. Recuerdo haber visto algunos de los gigantescos, rubios y guapos peloteros, sentados en la fuente de soda del cine Ávila, entre las esquinas de Bolsa a Mercaderes. A uno de ellos alguien le preguntó -no sé si ahí- qué le parecía Caracas y el tipo contestó: Quedará muy bonita cuando la inauguren.
Seguimos esperando, pero ahora una reinauguración, después de más de 20 años de un desastre de gobierno con puras demoliciones demoledoras.
Alicia Álamo Bartolomé