“No acierto a entrar ni salir; soy lo que no sabe entrar ni salir”
Federico Nietzsche
El que uno termine por odiarse a sí mismo, jamás sucede por lo que se es, sino por lo que no se ha llegado a ser y para hablar de futuro con propiedad habrá que comprender el pasado y explicarlo al presente. Eso fue lo que removió la mente de Pedro Mª Volante antes de sacudirse de ese sueño que saltaba en su mente, como rebota una pelota de tenis, en una cancha de serie master.
Por eso fue que el Sr. Volante empezó ese día con pata zurda, sin ponerla como de costumbre sobre el acelerador, porque lo que en realidad tenía aligerado eran sus ideas de persona que arrastra la ronda por el asfalto sufrido y tórrido de una travesía alucinada. Su problema es el mismo de todos los días, cómo empezar por otro lado que no sea la misma trayectoria. Cómo transportar su vida hasta sí mismo, sin malgastarse en el camino. De pronto como si vivir fuera un peaje donde se paga para rumiar, entendió que lo único obligatoriamente gratuito era el pensamiento, que no es posible poner inicio o final a lo que no tiene; el pánico usurpó sus brazos hasta sentir el cigüeñal de un cavilar abierto ¿Qué es la reflexión? ¿Cómo germina? ¿A dónde van sus efectos? Supo que tan perdido como despistado va el rumbo que no intenta transitar. Pero no le quedó otro remedio que arrancar. Como se extirpa una idea de la nada. Como se remueve la existencia cuando la expiración la demanda.
El día inicia igual de fallecido. Muerto sin nacer. Pensó que la idea es como un mural: luego de consumado no pertenece a nadie, menos de quien le parió; más bien sería oriundo del mismo lugar por donde provino “el vacío” ¿Cómo algo tan vivaz y atiborrado de orientación puede descender de lo etéreo e insustancial? Todo indica lo que teme, que vaya donde vaya, no llegará a lado alguno, quizás a ese agujero ennegrecido que llaman, temperamento. En medio de un susto ambiguo pegó freno justo antes de tragarse el semáforo rojo rojito. Ahora hasta la señal es una rebeldía. Un estado omnipotente quería ir por su único privilegio, pensar, y resulta que ni de eso es dueño. El estado es propietario de su auto, de su casa, de sus bienes, incluso de sus intentos y ahora la nada es dueño de sus intimidades mentales. Será que mi esposa salda la renta con la infidelidad. Será que el perro es soplón de la agencia de un poderío forastero. La cosa se puso fea cuando empezó a desconfiar de todo, incluso de su auto pues sospechaba si la directriz del volante era a propia voluntad. Quizás la manipulaba el funcionario del imperio o del gabinete a través de TV por cable.
Empezó a temblar. Llegó a sentir que se dejaba caer en la esquizofrenia macilenta. El mundo no da ni para un embrague. Palpó la bragueta por si había cambiado de género sin notarlo y respiró despejado al saber que no era automovilista transformista. Pudo pisar el pedal anónimamente para emerger de ese atolladero de confluencias, desbordamientos, y vínculos que lo enchufaban con el ecosistema urbano. La hora del tránsito invadió sus temores en tráfico cargado. Una larga cola de más coches disonantes, seguía un igual itinerario sin coordenada, sin punto cardinal para tener magnitud y sentido de orientación. A punto de colapso nervioso se detuvo a tomar café al borde de un callejón sin nombre. Para variar, lo asaltaron. No te alarmes, le dijo el ladrón: somos del proceso. Era un día tan soleado como el infierno de una mano con revolver.
El frío congeló sus procesos, ni con la meditación logró lo que el hampón pudo, al apuntarlo con una pistola digna de viaje a las estrellas. Supo que le restaba el viaje estelar al estreno del atracado por funcionario de fuco y placa. Era una estadística que no sumaba al dibujo de tiza en el pavimento. Dio gracias por eso. Y más tembloroso que nunca, y sin plata para pagar el guayoyo, volvió al auto que se salvó por estar aparcado a distancia al momento de la felonía. La vida es una tómbola. Quien le robo estaba con la mente puesta en su escaso bolso. Sin reloj, sin papeles de identificación, sin rumbo, su vida ahora era verdaderamente un anonimato en la vía. Si muriese en ese instante, iría a dar a la fosa común, es posible que su mujer huyera con el funcionario, sin escupir en su tumba oculta y pa’ colmo se cargaran su perro soplón.
Resiente la manecilla del reloj que ahora no puede dar la hora, pues su amo es el hampón ciudadano. Otra clasificación para ministerio popular que todavía no tenía una misión a puerta batida. Volvió a casa. Sobre la mesa una nota que indicaba que su mujer llegaría tarde de la peluquería ¿quién la estará trasquilando? El perro acusón no contesta el teléfono y el miedo de seguir viviendo es tan fuerte como el miedo a no ser el mismo. Un tictac de pared da siempre la misma hora: dos y pico. Sirve para acordar que el tempo es un intento descuidado con el que el hombre fragmenta su agitación. Ahora va en busca de su otro módulo sin hilos a ver quien le recibe su llamada de auxilio. Otra vez se topa con un aprieto. No conoce ningún número telefónico pues todos están grabados en la memoria de su celular raptado. Menta madre, pero la pobre como siempre, no lleva culpa, o al menos ignora que la tiene.
Toca una puerta anexa al merendero. La doméstica se queja diciendo que no son horas para estorbar, que sus oficios fueron cubiertos con la agenda de un calendario para mal asalariados, que el socialismo la protege contra oligarcas desconsiderados. Jódase fue la ultima palabra que azotó junto a la puerta. Debía sumar a la desdicha su mucama,como dueña de un ala anexa, dentro de su propio domicilio.
Decidió acostarse. Subió como condenado hasta el cadalso de la cama no sin antes tomar una ducha caliente. Pensó si el paño no sería también del G-2 cubano. Oyó lejano a ese perro que mejor no lo mentaba, no fuera que ya estuviera como miembro de la CIA, y como si su cuerpo tampoco le perteneciera, condujo hasta donde el sueño es el volante de una vida de alguien, que tampoco es uno mismo…
Marcantonio Faillace Carreño