#OPINIÓN Del Guaire al Turbio: Vuelo de ángeles #22Ene

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Pocos saben que el célebre ingeniero y aviador estadounidense Charles Lindbergh, el primero en cruzar el Atlántico en un vuelo solitario en 1927, al timón de su avión El espíritu de San Luis, llevaba consigo, en esa histórica travesía, una estampa o medalla de Nuestra Señora de Loreto, la cual, puesta contra el vidrio enfrente suyo, vibraba junto con la nave y el leve ruido que producía le impedía dormirse. ¿Por qué lo acompañaba la imagen de esta advocación de la Virgen? Porque es la Patrona de la Aviación.

Loreto queda en Italia, el nombre deriva de un bosque de laureles y la denominación de éstos en latín. La tradición cuenta que en el siglo XII, cuando los mamelucos habían invadido las tierras palestinas, la casa de Nazaret, morada de María donde tuvo lugar la Anunciación, fue trasladada de lugar por los ángeles, primero a Dalmacia y luego, tras otras escalas, a la población de Loreto. Otros dicen que fueron los cruzados quienes la transportaron por mar. Lo ciertos es que, según el estudio de los materiales, esa pequeña casa conservada dentro de la basílica de Nuestra Señora de Loreto, no hay dudas de que provino de Tierra Santa; si llegó allí a lomo de ángeles o de olas, poco importa, su veneración lleva ya siglos y se ha extendido al mundo entero, es sitio de constantes peregrinaciones multitudinarias, la han visitado grandes santos y varios de los últimos papas. Francisco acaba de instituir su fiesta oficial el 10 de diciembre.

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En cuanto a Charles Lindbergh, su historia es de fama y de dolor. Se había casado con Anne Morrow y en 1932, su hijo de 20 meses, el mayor y en ese momento el único, fue secuestrado de su cuna el 1 de marzo. Dos meses después apareció muerto y en estado de descomposición, no lejos de su casa: había sufrido una fractura craneal masiva. Se supone que se rompió la escalera usada por el raptor, aparecieron unos trozos de peldaño y el niño debió morir en la caída; quizás fue el ruido que oyó el aviador esa noche. La policía no tardó en hallar un culpable que fue llevado a la silla eléctrica. Éste siempre alegó su inocencia. ¿Fue condenado un inocente? Un añadido de dolor por esta duda quizás acompañó siempre a los Lindbergh Morrow.

La vida continuó, la pareja tuvo otros hijos. Anne Morrow escribió un hermoso libro reflexionando sobre las conchas marinas en la playa (Gift from the sea). Después de una visita a Alemania, antes de la II Guerra Mundial, el ilustre aviador alertó sobre el formidable armamento bélico de esa nación. Lo estadounidenses lo tomaron a mal y con esa obsesiva tendencia que tienen a la cacería de brujas, además apoyándose en el origen germánico de su apellido, lo acusaron de simpatizante del nazismo. La celebridad se paga muchas veces con drama y maledicencia.

¿Por qué escribo sobre Charles Lindbergh en estos momentos? Porque sus recuerdos están vivos en mi memoria justamente en estos días primeros del año. Él visitó Venezuela en enero de 1928, yo tenía 2 años y vi, desde la terraza del Ministerio de Fomento, del cual era la cabeza mi padre, sobrevolar Caracas El espíritu de San Luis para que lo viéramos, porque no había condiciones para aterrizar en la capital y el aviador lo hizo en el aeropuerto militar de Maracay. El 31 de enero de ese año nació mi hermana Cecilia, ni corto ni perezoso, papá puso, como decoración en su tarjeta de bautizo, un avión, aludiendo a que esa vez la cigüeña había sido Lindbergh. Este es el recuerdo amable, cuatro años después vino lo del secuestro del pequeño, días de suspenso y ansiedad que culminaron en tragedia. Todo cubierto fielmente por la prensa y la radio, ya vigente en Caracas.

A mis lectores, si los hay, no les extrañe el acudir al arcón de mi memoria, no sólo es una costumbre normal en un anciano, sino una vital necesidad en la Venezuela de hoy. Agotados por su rutina los temas políticos, basta ya de balancearse entre la esperanza y el desencanto a que nos tienen sometidos un gobierno maligno y una oposición sin el fuste de la unidad. A vuelo de ángeles les entrego trozos de 94 años de mi vida feliz, sírvales de diversión sencilla, amable y de despeje. Termino con dos lugares comunes: recordar es vivir y, ¡quién me quita lo bailao!

Alicia Álamo Bartolomé

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