Hemos llegado al último año de la segunda década del siglo XXI. Confieso que arribar a esta fecha no me lo esperaba. Cuando en mi juventud y madurez pensaba en el año 2000 como meta, creía que yo, con 74 años al cambiar de siglo y de milenio, no lo alcanzaría. Heme aquí transitando ya casi un quinto de la actual centuria y en cinco días cumpliré 94 años. Pido perdón, aunque no soy culpable -¡cosas de Dios!- por vivir tanto, robándole a las nuevas generaciones mi porción de agua, aire y alimentos, que no de luz, porque el sol nos da siempre su esplendor a todos sin que lo retengamos. Es lo más parecido a Dios y por eso los hombres primitivos lo deidificaron.
Una promesa les hago a los continuadores de la especie: no pretendo seguir de ladronzuela con dietas, exámenes médicos sofisticados como esos de ultrasonidos, colonoscopias, etc. ni tratamientos para prolongar la ancianidad y hacerme luego tentación de eutanasia para enfermeras compasivas. No, sólo las pildoritas de rigor para aliviar rigores, nada de quirófanos ni terapias intensivas -si estoy consciente- y, por supuesto, puerto libre para comidas y bebidas, dentro de la templanza necesaria para ser buena cristiana. Un ancianidad feliz con mi whisky para bajar la tensión, mi vino para subirla, cualquier licor de cocuy en adelante, mi bombón de chocolate para levantar el ánimo y la sonrisa a flor de labios para no hacerme pesada a los demás con lamentaciones a lo Jeremías. Les ofrezco vivir con garbo los días que me quedan.
Hecha esta promesa sincera, vamos a pasar la página del yo para la del nosotros. ¿Qué nos espera, compatriotas criollos y del mundo en este nuevo año? Mucha incertidumbre, no cabe duda. Nos debatimos entre cambios políticos en vaivén de un extremo al otro. En algunos países, hartos de la izquierda extrema, triunfan movimientos conservadores; en otros, persiste el empeño de retener, volver a, o estrenar un populismo fracasado. Es una locura. Si alguien tiene trabajo hoy son los psiquiatras.
Y nosotros, ¿qué? ¿De brazos cruzados, en pantuflas y en nuestro sillón mirando pasar el siglo? La abulia individual se contagia y se extiende. Cada quien tiene su cuota de responsabilidad en la acción de la colectividad. Nadie tiene el derecho de evadirse de ser fermento en la masa, de ser animadores del nosotros. En la más sola soledad -como diría Santa Teresa- y parafraseándola, en el más aislado aislamiento y la más oscura oscuridad, un ser humano puede contribuir a levantar una lucha por cambiar las circunstancias adversas.
Nuestro país se hunde, si es que no está hundido ya. No vemos ni siquiera el túnel, mucho menos la luz. Entonces, ¿tú y yo nos vamos a echar a llorar y ya está? ¡Nunca! Cada uno de nosotros tiene los recursos del espíritu, si están atrofiados o dormidos, es algo malo, muy malo, pero no quiere decir aniquilados. ¿Recuerdan lo que dije del sol? Siempre está allí en su intenso brillar. Dios también. Si te encerraste en tu yo, clausuraste puertas y ventanas, estás en completa tiniebla, no puede llegarte el esplendor divino. Te castigas tú mismo. Pero puedes abrir al menos un postigo, una rendija y te entrará un chorro de luz.
¿Qué es ese postigo? Una pequeña oración, una jaculatoria, sobran en el Evangelio: ¡Señor, que vea! ¡Ayuda a mi incredulidad! ¡Quiero creer! ¡Quiero! Y las que puedan salir de ti espontáneas, ardientes o frías, ya se irán calentando. La palabra jaculatoria proviene del latín iaculatorius, lanzamientos y es eso mismo, un lanzamiento impetratorio al cielo, breve y veloz. Podríamos decir también saeta y así se llaman esos cantos impulsivo que saltan aquí y allá durante la procesiones de Semana Santa, sobre todo en Sevilla, al paso de las imágenes veneradas por el pueblo.
En esta año 2020 que iniciamos, salgan de nuestro corazón esos disparos hacia las alturas pidiendo fuerza y entusiasmo para dar la pelea, recuperar el país y tener fe en que al fin alcanzaremos la justicia y la paz.
Alicia Álamo Bartolomé