A veces tengo la sensación de que poseemos una visión distorsionada de la realidad, a tal modo, que experimentamos una especie de mutación psicológica. Una impresión turbia que ahora es absurdo ser feliz. Que todos son nuestros enemigos y, quienes tiene el derecho de resolver los enredos, nos lanzan soporíferos discursivos para calmar nuestras angustias difíciles de amainar.
Nos precipitamos a verle las manchas al tapete. Todo se oscurece y perdimos el alegato proverbial para las celebraciones. Nos ahogamos en nuestro propio naufragio. Extenuados, atónitos ante tantos desmanes y tantas horas sueltas para la confusión, caemos en el letargo de contarle las nubes negras al horizonte y no entender que detrás existe un sol radiante, inmenso y confortable, capaz de iluminar el sendero de las metas imposibles.
Vivimos el percance más duro. No solo contamos con una dictadura vertiginosa, audaz, detestable e inconmovible, sino que ésta nos ha preparado el terreno para que todos perdamos la fe. Lo ha hecho con la rutina de la tristeza. Sus maneras alegres de inyectarnos penurias, nos tiene con el conflicto enorme de no creer en nada.
Venezuela experimentar su prueba más grande. Estamos hasta el delirio y observando con ojos propios, el cambio de un país inconforme con lo mucho que tenía, a otro sometido a un sistema en que el pueblo en su gran mayoría carezca de todo.
Pero tales sentimientos son nuevos. Los estrenamos recién. Simplemente no terminamos por comprender cómo nos quitaron los buenos modos y hasta la certidumbre de que nos puede ir mejor. Por eso no existe un paralelismo del venezolano actual, respecto al que sepultamos en nuestra memoria.
Decíamos a todo pulmón y con un convencimiento casi impasible que éramos los dueños del mundo. De sueños insaciables y caminos imperturbables. Destripamos los tabuladores del planeta que medían la capacidad para ser felices. Estábamos entre los primeros y a todo le inventábamos un chiste. Unos fanfarrones de nuestra propia facilidad para las festividades. Unos inconformes irremediables, pero también unos despreocupados del mañana.
Conocíamos nuestros defectos. Todo se nos hacía fácil, hasta la irresistible manera de criticar a nuestra nación propicia para la corrupción. Es verdad que se desaprovecharon las oportunidades para la opulencia nacional. Teníamos los argumentos en el subsuelo, bajo una tierra rica, abrumada por su fecundidad, pero desperdiciada en sus posibilidades para el desarrollo. Sí. La corrupción. No nos daba tregua. Se robaban hasta los planes de no robar.
Entretanto, ansiábamos un mesías implacable, repulsivo, desangelado y con el tino perfecto para poner todo en orden. Un milagro viviente. Un caudillo en ciernes. Que nos llenara de remilgos y nos colmara de promesas. Hostil hasta más no poder. Más que irreverente. Versado en su talento para vociferar. Con un fervor que hiciera estremecer a los libros historia. Y lo logramos. Lo conseguimos. Fue demoledor. Lo tuvimos, tangible, real, cruel y destructivo. Rugía órdenes. Un Robín Hood de mala índole, que destruyó el trabajo de los ricos, para dárselo… a sí mismo. Nunca entendimos que sus enemigos éramos nosotros mismos. Que la pobreza era su excusa para hacernos pobres.
Todavía nos encontramos en la calle con algunos ingenuos que lo defienden. Claro que fue talentoso, pero para las zozobras. Nos abrumó con cambios. No descuidó un ápice. Era previsible y no entendimos. No seríamos como Cuba. Sí, ciertamente. Fuimos peor. Ejemplo universal de lo que no debe ser. Un territorio anacrónico, convulso, desmantelado. Un sueño legendario extraviado, demolido por las ansias de poder de unos pocos.
Nada está perdido. Es una prueba, no un castigo. No es imperecedero. Ha sido mucho tiempo y estamos más cerca de la buena hora. Recobremos el sentido de la esperanza. Hay una deuda por zanjar. No es solo Juan Guaidó. No es un hombre meramente. Somos todos. Entendamos que no es un pecado creer que se puede. Es un error pensar que nunca se alcanzará la libertad.
José Luis Zambrano Padauy
@Joseluis5571