Cuando sentimos que todo se desmorona, es la hora de apresurarse para recoger los terrones. Porque de un terrón puede surgir una nueva vida, un retoño, una reconstrucción. Nada es basura, todo es abono.
Sí, sé que soy demasiado optimista y el optimismo puede ser muchas veces inconsciencia, pero también sé que sin éste, nada ni nadie se pone en pie tras la caída. Sin optimismo Venezuela no se levantará de su fin.
Y ahora quiero contar otra historia. Vaya usted a saber cómo la enlazaré con este principio (con optimismo).
En 1971 se estrenó una película dirigida por el británico Joseph Losey, con guión nada más ni nada menos que del gran dramaturgo inglés Harold Pinter, protagonizada por Julie Christe, Alan Bates y Michael Redgrave; la titularon en español El mensajero, traducción del inglés The Go-between. Se trata del recuerdo de un hombre mayor sobre su infancia, cuando llevaba y traía billeticos amorosos entre una pareja de enamorados incógnitos. Me impresionó mucho ese filme tan magistralmente realizado y actuado, como para captar el interés del espectador con una historia tan simple, claro, con implicaciones de diferencias sociales e incomprensiones, lo que tampoco es nada nuevo. Se me quedó en la mente la función social que ejerce ese muchacho de mandados, para bien, o para mal, si se convierte en un correveidile.
En las poblaciones pequeñas, pueblos, aldeas y a lo mejor en los barrios de las grandes ciudades, cuando no existían los medios de comunicación actuales, un mocito mensajero era indispensable. No es que ese trabajo no lo pudieran hacer viejos, pero un niño era más rápido y, sobre todo, más inocente, tal vez incapaz de sacar conclusiones y volverlas chismes, como haría un correveidile. Era, quizás, oficio circunstancial de niños de familia, pero más seguramente de los recogiditos, alpargatados, bastardos del algún señor de la casa que los albergaba.
Hoy las cosas han cambiado. Los medios digitales han tomado el trabajo amable, tal vez romántico y oportuno de aquellos mandaderos, pero lo han convertido en tarea de correveidile, cuya etimología es muy gráfica de lo que practican: corre-ve-i-dile. Estamos en manos de las redes sociales para que circulen entre nosotros tanto noticias trascendentes, como necedades y murmuraciones. Se desperdicia la maravilla de la comunicación electrónica, rápida, eficaz y hasta audiovisual, con mensajes, en lo mejor de los casos, vacuos y en la mayoría, malignos, mentirosos, casi nadie comprueba la veracidad y pasa inconscientemente el panfleto que, si tiene algo de cierto, no deja de ser chisme porque divulga “eficientemente“ la privacidad de una vida.
Y cuando estos correveidiles electrónicos se abocan al mundo político, ¡qué bien hacen a la causa que combatimos, como mal a aquella por la cual luchamos! Es lo que ha dividido y destruido la unidad y el valor de la oposición en Venezuela. Hay empeño en buscarle los trapos sucios al líder que se destaca. Alguien escarba, cree encontrar algo dudoso y, sin comprobarlo, lo coloca en las redes. Misión cumplida: destruyó o puso en entredicho una reputación. Nos arrebatan la fe y confianza en alguien.
Así, entre nosotros, todo se desmorona. El país que anhelamos está hecho polvo en el suelo, pero hay que resucitarlo. Por eso hablo de recoger los terrones, los pocos que quedan, abonarlos con nuestro esfuerzo, nuestro sacrificio, nuestra fe orante y quizás con nuestras lágrimas, que, con el sudor y la sangre, son los líquidos más fertilizantes. Venezuela necesita el empeño máximo de sus hijos que aún conservan un poco de decencia, tal vez sean los únicos terrones de los cuales surgirá un porvenir.
Lo enlacé bien, ¿no creen?
Alicia Álamo Bartolomé