En Carora rinden homenaje al legado de Chío Zubillaga y Juan Páez Ávila #30Nov

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Enmarcado en el Día del Escritor en Venezuela este viernes 29 de noviembre, en la Casa Chío Zubillaga, en la ciudad de Carora, se le rindió un merecido homenaje al periodista, poeta y escritor caroreño Juan Páez Ávila. La actividad fue promovida por su fundación, en la que se dieron cita importantes personalidades de la región, entre quien destaca el también periodista José Ángel Ocanto, exjefe de Redacción del diario EL IMPULSO.

Ocanto ilustró los históricos salones de la vieja casona con un encendido discurso impregnado de la vida de Chío Zubillaga, cuyos ideales plasmados en diversas obras literarias influenciaron a Juan Páez Ávila, de tal manera que hoy este periodista los mantiene más vigentes que nunca y de enseñanza para las nuevas generaciones a las que Chío dedicó un tiempo vital.

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Siendo estas sus palabras: Juan Páez Ávila es uno de los principales cultores de la vida y obra y la significación histórica literaria de Chío Zubillaga. A él se le debe el conocimiento de su memoria, el haber dado a conocer al mundo intelectual y no intelectual de Venezuela lo que son los escritos de Chío Zubillaga que estuvieron conservados, aunque bajo un encierro a los nuevos saberes.

Juan Páez Ávila dio a conocer los escritos de Chío Zubillaga

Dichas memorias tienen un impacto en el conocimiento de la trascendencia histórica de uno de los intelectuales más importantes que ha tenido Venezuela y que fue una lumbrera en su época en Carora.
Un hombre que marcó una huella importante en el pensamiento y en la acción que iluminó a Carora en una época muy dura y de mucha tenebrosidad en tiempos de dictadura.

Fue un extraordinario productor de literatura y formador de periodistas. Chío permanece en la memoria de quienes lo admiran.
Este insigne caroreño tuvo una postura que le costó alguna incomodidad en la sociedad de la Carora de esos tiempos, que era una Carora cerrada. Fue un hombre que tenía un pensamiento en el que pregonaba la igualdad y la justicia, muy ligada a los pobres, parecido a su hermano, el sacerdote Carlos Zubillaga, quien falleció trágicamente, mientras Chío falleció de manera natural.

Siempre estuvo en la búsqueda de la verdad, sin importar a quien fuera a incomodar. Además, impulsó los primeros pasos de Alirio Díaz y de quienes fueron sus alumnos Luis Beltrán Guerrero y Alí Lameda, entre otros.

Se trató de un hombre que podía oler el talento de los jóvenes, inspirarlos y ponerlos en el camino para que fueran escuchados y ellos sintieron sus enseñanzas y su gran aliento.

A pesar que Juan Páez Ávila no lo conoció le siguió sus pasos desde muy niño. Chío fue un combativo y un panfletario, instrumento periodístico que a muchos hombres les sirvió de lucha política.

Discurso de José Ángel Ocanto

Honroso y grato compromiso el que atiendo, agradecido, éste día, al comparecer ante ustedes, con el cometido de hablar acerca de Juan Páez Ávila, aquí presente, y de Cecilio Zubillaga Perera, en la casona que, por cierto, conserva, intacta, los presagios de su augusta presencia.

Queda dicho, pues, que no hay ausencias, ni vacíos, ni baches, en la historia que maestro y discípulo tejen, armoniosos, en el tiempo. Juan -obre de una vez la obsequiosa caroreñidad el milagro del confianzudo tuteo-, por designios de una abrupta disparidad generacional, es cierto, no estuvo jamás, físicamente, frente a Don Chío; pero como en el memorable cuento de Jorge Luis Borges, pudo haberlo soñado para traerlo a la realidad, o, dicho con palabras que pudieran ser más precisas, o más reveladoras, para incorporarlo a su realidad. Muerto hace ya 71 años, Chío jamás se tropezaría con aquel carricito que retozaba en San Antonio, en La Otra Banda, aunque es fácil conjeturar que lo adivinó. Lo predijo, en el talento de tantos jóvenes a quienes en liturgia socrática iluminó, alentó y guió con rebosante entusiasmo en la elevada fragua de la música, de la poesía, de las letras, y de esa su ardorosa pasión: el periodismo.

En el Prólogo que escribimos para el tomo I de Chío Zubillaga: Caroreño universal, obra de Páez Ávila, editada por la UCLA en 2006, anotamos: »La descollante figura del combativo pensador caroreño ha adquirido un relieve preciso y notable, cuando la paciente y devota investigación de quien sin haberlo conocido en persona lo asume como su maestro fundamental, logra desentrañarlo, con las artes del explorador, de entre la densa escarcha de archivos y asientos personales, por muchos años inaccesibles, secretos, dispersos».

Y unas líneas más adelante: »Así, Juan Páez Ávila, periodista, escritor, docente, parlamentario, y continuador, sobre todo, de los estrictos hábitos de pensamiento que por tradición identifican a Carora y a sus calcinadas comarcas aledañas, deja felizmente preparado el terreno, único y unívoco, decididamente aldeano y universal, a una misma diabólica vez, para la prodigiosa ceremonia de entregarle a la historia -pues a ella y a sus fastos pertenece en cuerpo y alma-, a ese personaje que por largo tiempo reclamara».

No siempre puede afirmarse con tanta certidumbre. El ansia de convertir la pluma en mística saeta contra opresiones y desigualdades, la polémica como insobornable ejercicio de clarificar y desnudar nulidades, la feliz propensión al libelo incendiario e ilustrado, a la recta y militante defensa de ideas y principios junto a las causas populares, moldearon, tenían que modear, indefectiblemente, el espíritu del discípulo que soñó a su maestro.
Ya en las aulas universitarias, también ha formado Páez Ávila generaciones enteras de periodistas. Dígase en voz alta, ninguna mácula ensombreció su pasantía por el parlamento, aun en las etapas más convulsas e impresentables de nuestra reciente hora histórica, posdemocrática.

Representó a Lara en las cámaras de Diputados y del Senado, y lo hizo con decoroso desempeño. Sin demagogias ni tramposerías. Su figuración en cierto partido político, de cuyas siglas no quiero acordarme, fue mientras ese partido, tan venido a menos, encarnó un legítimo instrumento de cambio social, no una franquicia al servicio del mejor postor; del orgiástico postor. Y el relato de sus premiados cuentos y de sus novelas, llevan impreso el sello y el sueño de la redención.

Decir estas cosas en torno a la ejecutoria pública de un hombre no es poca cosa en un país de valores mortal y cínicamente arrasados. En una nación desfigurada, donde desde arriba se celebran la mentira sin misterio y el grosero latrocinio, vuelto enseña oficial, mientras abajo cunden el silencio de muchos con voz, la oportunista complacencia de un puñado de privilegiados, y, en suma de ultrajes, la castrante resignación de tantos desheredados, en su desconcierto. Quién sería capaz de negar, ahora, la urgencia de procurar los cimientos de una sociedad en la que el talento y el esfuerzo sean prendas mejor tasadas que la sutileza y la maña: una comunidad sin espejismos de riqueza fácil, ni de dorados, ni de mesías, con lucidez suficiente, en cambio, para presentir las alarmas de su terminal ulceración social. Porque la democracia no tendrá arraigo, ni vigor, ni defensas posibles, sin una educación en democracia, desde la responsabilidad de todos. Cuando nos asomemos a las calles y veamos enternecidos que el común de la gente le concede al hambre espiritual una importancia semejante a la del hambre física, entonces, sólo entonces, estaremos en camino de ser libres.

Sin apartar la mirada de Páez Ávila, que a Dios gracias mantiene tan vigente y plausible su producción literaria, hablemos ahora del panfletario mayor. Yo los invitaría a sumirnos en una especie de mágico sopor, e imaginar. Urdir una repentina imagen, ahora, frente a nosotros.

Tendido en el chinchorro. Enfundado en su viejo pijamas. Está dormido a medias. De repente, abre sus ojos velados por las cataratas. De su achatada cabeza cuelga de medio lado la boina proverbial. Una de sus gruesas manos sobre el pecho. En la otra, un ejemplar de Labor. Este cuarto es además biblioteca, museo, salón de tertulias. Conserva esas mismas sillas en que se posaron sus abuelos. Los ladrillos del piso están acostumbrados a sus gordos pies. Vetustos cajones. Armarios claveteados con tachuelas, para colgar un retrato del admirado Ezequiel Zamora, un retrato de Lenin, una pintoresca acuarela. De testigo tienen a un Cristo pintado al óleo en la pared de la izquierda, bañada por una luz fatigosa que exhala una de las dos grandes ventanas laterales. Libros cundidos de apuntes, con gruesas grafías en rojo y negro. Del otro lado de la azulosa pared, algunos pensamientos escritos a lápiz, atribuidos a San Pablo, a Martí, a Da Vinci, a Bolívar.
Ahora despierta. Nos mira, sin distinguirnos. En su vasto rostro se dibuja esa »sonrisa bonachona de patriarca rural». Tiene razón Luis Beltrán Guerrero: Chío es un espectáculo de la naturaleza.

Ya despabilados, o en la duermevela, rememoramos que según Heráclito el combate es el padre de todas las cosas. En griego, combate es pólemos, del que proviene el término polémica, así emparentada a la palabra.
Y la palabra, juzgaba Cecilio Zubillaga Perera, no debe arrodillarse »ante el solio brillante del tirano». La palabra cuando es venal, decía, causa a los pueblos un daño mayor »que una espada en cien combates, manejada por la mano terrible de un sicario». Chío cultivó y dominó con tosca maestría la palabra vertida en la prensa. Ésta, advertía, debe »armarse con el sable de la crítica para atacar impávida la inmoralidad y el error, tejer coronarios de siemprevivas para el bien… y tremolar inmaculado y puro el glorioso pabellón de la verdad». Ese látigo fue ciertamente urticante en manos de Chío, como antes lo había sido en las del »tragalibros» de Juan Vicente González. Lo usó sin reposo ni concesiones. Su crítica torrentosa, fanática, sabía apaciguarse sin embargo ante alguna acción rectificadora del propio absolutismo gomecista -régimen que aplaudió en sus inicios-, y tenía el valor de reconocer el mérito del intelectual del que discrepaba con salvaje acritud, verbigracia Gil Fortoul, recriminado por su adhesión al Malhechor, como le hacía contraposición, Chío, al título que la bajeza servil de ayer, hermana de ésta misma de hoy, otorgó al Benemérito.

En tanto, desde el púlpito, otro Zubillaga, Carlos, hermano mayor del místico panfletario, libraba batallas no menos sosegadas, sólo en apariencia menos terrenas. En 1903 había egresado del seminario y dos años más tarde al obtener en la UCV el título de doctor en Sagrada Teología, su tesis, basada en la Encíclica Rerum Novarum, de León XIII, dio una clara indicación del tipo de ministerio que lo animaba. Postulaba una Iglesia volcada al servicio del hombre, capaz de romper con toda expresión de desigualdad. Una Iglesia que no se limitara a predicar con el sermón. Era previsible: los choques con la jerarquía eclesiástica y con el cerrado coto social no tardaron en manifestarse, con sorda violencia. Está registrado que, en consecuencia, o, más bien, en represalia, el presbítero rebelde fue trasladado desde la iglesia matriz de San Juan Bautista, a San Dionisio, y de ahí, más tarde, a Duaca, donde su espíritu sensible colapsó. Chío tenía 32 años cuando el asombro esparció la noticia de que desde las alturas del campanario del templo de Duaca había sido visto desprenderse el cuerpo de quien se creía acosado por unas fieras.

Otra historia triste se suma a ésa y es de justos no olvidarla. La del Obispo Mártir monseñor Salvador Montes de Oca. Condenado sin fórmula de juicio por un Tribunal Consistorial, obligado a renunciar, proscrito y designado Obispo de una Diócesis inexistente, la de Bilta. Era un faro tan luminoso y penetrante como para no despertar estima y respeto, pero también inquina, y con ella a las rastreras alimañas de los detractores, por igual laicos y religiosos. En los tiempos de Gómez, la negativa del Obispo a autorizar las segundas nupcias de un alto funcionario del Gobierno regional, y después las honras fúnebres que él personalmente decidiera encabezar, en el caso de un preso político, Josué Mariño, cuya atroz muerte los esbirros de la dictadura de entonces, como la de ahora, quisieron presentar como un suicidio -el cadáver entregado dentro de una urna sellada tenía arrancados los ojos, los labios y los dientes-, fueron acontecimientos que sirvieron de marco para su primer destierro. Lo arrestaron y depositaron en un barco, rumbo a Trinidad.

Estoy bien persuadido de que Juan Páez Ávila, infinitamente más autorizado que yo, podría elucidar en qué medida influyeron acontecimientos tales, junto a otros, en el carácter ya proclive a la insumisión, de Chío Zubillaga, quien pasa a autocalificarse »católico sincero», hasta abrazar el cristianismo-socialista. Las figuras de Cristo y Lenin ensayan, al menos en la pared de su cuarto, una insospechada comunión. No veía sacrilegio en eso, ni asomo de promiscuidad alguna. En él llega a ser dable alternar la lectura de la Biblia con la de El Capital, de Marx, no por contraste sino, a sus ojos desmitificados, por mera afinidad.
Romántico exaltado, quizá. Afiebrado, como el Quijote, por lecturas desaforadas, seguramente. Reacio a la convención social, es harto evidente. Apasionado profesional, provocador, que nadie lo ponga en duda. Un lunático adelantado a su tiempo, podría ser proclamado así. Ateo persignado. Escasamente un individuo ejemplar en su vida íntima, es tesis ampliamente aceptada. Desacertado en algunos de sus juicios políticos y en particulares apreciaciones de fe, más de una vez. Presentarlo como un santurrón inmaculado, como un bronce presto a la veneración de las edades por venir, es faltar a la verdad verdadera, es disminuir de humanidad a un humanista, e incluso, traicionar su propio y puro amor al desacato, a la ruptura, a la irreverencia.

Era, eso sí, una cabeza cargada de ideales, un pensador honesto y flamígero, un tenaz alentador del progreso. Un reformador bien intencionado, un desmesurado promotor cultural, un activista social valeroso. Es historia que cuando arreciaron las amenazas dictatoriales en su contra, en lugar de arbitrar precauciones a favor de su integridad y de su comodidad, llegó a estorbarle el seudónimo que utilizaba para escribir, y calzó sus artículos con la firma de su nombre y apellido verdaderos, »sin careta». Su estilo carecía de toda pretensión purista, sin dejar de ser florido y convincente. Blandía un estilo de polémica optimista, dada a beber en las aguas de las ideas de Rousseau, Voltaire, Hugo, Diderot.

Podría, Páez Ávila, soñar de nuevo a su maestro e interrogar cómo reacciona, cómo reaccionaría, ante el actual estado de cosas en Venezuela. Qué sentido le daría el panfletario ilustre a su apego a las causas de los más necesitados. Cuál es su visión. De qué tinta se teñirían sus editoriales. Qué retratos colgará ahí, en la pared. Cuáles estarán boca abajo, en señal de desaprobación. Qué maldiciones proferirá. Él, que alguna vez exclamó que sólo se agachaba cuando iba a defecar, ante quiénes se plantará, para ondear solidario sus banderas o para hacerlas añicos con el fuego inclemente de su discurso.

Si aguzan la mirada podrán apreciarlo. Está ahí, tendido en el chinchorro. Enfundado en su viejo pijamas. Dormido a medias. De repente, abre sus ojos velados por las cataratas. De su achatada cabeza cuelga de medio lado la boina proverbial. Los armarios guardan un silencio expectante. En la desnuda mesa una carta inconclusa, con gruesos caracteres, hace la confesión de que a sus males rutinarios se ha agregado una »prostatitis con complicación renal que me encocora y que me retendrá en cama sabe Dios por cuánto tiempo».

Permítaseme el atrevimiento, pero en mi parte de este sueño compartido lo entreveo desafiante, irreductible, frente al opresor. Al lado de la imagen de Cristo, sola en su cruz, sin compañías bastardas, una vindicada y reluciente bandera tricolor. Sobre la Biblia, los borradores de una proclama suya, en demanda de libertad. Su voz recoge los bríos de una indignación que grita y exorciza el malestar prohijado por una morosidad que le pesa hasta el asco. Unidad de los demócratas, carajo, sentimiento nacional, visión de país, la colocación del ideal nacional por encima de intereses y cálculos mezquinos. Esas son las urgencias del día. Lo rescata la frase de un viejo escrito suyo: La palabra no debe hincarse ante el solio brillante del tirano. Y lo repite, ahí mismo, vean todos, unas líneas de Faulkner, borroneadas en rojo sobre la pared. Leo: »Hay ciertas cosas que no deben nunca consentirse: la injuisticia, la afrenta, la deshonra, la ignominia. Ni por la fuerza ni por el dinero; simplemente, hay que negarse a consentirlas».

Muchas gracias.

 

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