Varias lámparas de kerosén iluminaban la oscura habitación a pesar que ya el palacio disponía de luz eléctrica desde su inauguración en 1897. Los ventanales estaban cubiertos por sendas cortinas de seda traídas de Oriente Medio por una legación que visitó al general Cipriano Castro, en Miraflores.
Todo estaba en reposo, salvo los gritos de algún pregonero que anunciaba en el titular del matutino la renuncia del Cabito. El país permanecía en calma, pues recientemente el caudillo de Capacho había derrotado a la Revolución Libertadora jefaturada por el aristocrático general Manuel Antonio Matos.
En medio de la sala contigua, Castro observó una pintura suya, de buen tamaño, que colgaba de la pared que daba frente a la puerta de entrada a su despacho. En ella se vio con su elegante traje de saco, chaleco y corbata; y un hermoso sobrero. El retrato lo representaba seguido por sus cercanos colaboradores y una multitud, todos gente de pueblo, lo que le hizo recordar la invasión de Los Andinos aquel 23 de octubre de 1899, cuando entraron triunfantes a Caracas y se aprestaban a asumir el mando de la República. En aquella época la guerra era la forma común de ejercer la política.
Durante cinco meses antes de aquel suceso, Castro se encontró en el exilo en Cúcuta, y el 23 de mayo de ese último año del siglo XIX, junto con un grupo de coterráneos, deciden invadir Venezuela por la frontera con Táchira. La empresa fue bautizada como la Revolución Liberal Restauradora.
Allí, en medio de la espaciosa sala, sumergido en sus estrategias, tomó una pluma y una hoja en blanco y redactó la separación de su cargo como Jefe de Estado ante el Congreso Nacional, el 21 de marzo de 1903, una sorpresiva actitud que generó suspicacia en todos los ámbitos de la hasta hace nada convulsa Venezuela.
Recién la República había emergido de un conflicto internacional tras el Bloqueo Naval a todos los puertos del país, donde una flota de barcos pertenecientes a la armada de varias naciones europeas, sitiaron las costas con motivo de las ingentes e impagables deudas contraídas por el Gobierno nacional.
No aceptada
Por su puesto, el parlamento nacional fue enfático en negar la dimisión de la máxima autoridad y contestó que “la República necesita a hombres de su alta talla moral”, acontecimiento que generó una nutrida correspondencia desde todos los rincones del país y desde más allá de sus fronteras.
Pero tal renuncia fue una argucia de Castro con el objeto de indagar el peso de su influencia o de su poderío como caudillo. “Nadie utilizó tanto este estratégico recurso como Cipriano Castro”, y lo hacía deliberadamente con recurrencia para deslindarse de un ministro que había perdido su confianza o para que renunciara su gabinete en pleno. Igualmente lo hacía con la finalidad de perseguir la aclamación pública.
Fuente: Francisco Salazar Martínez. Tiempo de Compadres. Librería Piñango. Caracas 1972