El asesinato de Edmundo “Pipo” Rada duele en el alma. Tan triste como el abominable crimen es la sensación de desamparo que sufre el ciudadano venezolano, indefenso ante la violencia y el abuso. ¿Ante quién quejarse? ¿A dónde buscar justicia? ¿En cuál rincón del aparato público, tan vasto como destartalado hay esperanza de encontrar respuesta?
Hoy, en este país de nosotros, es virtualmente inexistente o, para que no se diga que exageramos, mínima la confianza en la policía, en los tribunales y en el ministerio público. La Defensoría del Pueblo, recibida con esperanzas al estrenarse la Constitución de 1999, con su prolija y extensa carta de Derechos Humanos ha quedado reducida a una especie de caricatura de la promesa que fue. Son poquísimos los compatriotas nuestros que creen que de alguno de esos llamados “despachos competentes” podrán esperar algo en su beneficio.
El crimen de Rada ameritaría, como tantos otros que ocurren, una investigación que determine responsabilidades, un proceso judicial serio y decisiones judiciales que resuelvan el caso de manera satisfactoria para sus familiares y para la comunidad toda. Tribunales imparciales e idóneos, no sumisos a conveniencia político-partidista alguna, son el único e insustituible modo de esclarecer crímenes como éste de manera que la justicia se imponga al dolor y vacune contra el rencor.
Pero todos sentimos que el oscuro asunto se irá esfumando entre otras noticias, a cual más escandalosa, hasta desvanecerse. Y es demasiado grave para resignarse con un “Así es la vida”. Porque así no es la vida. Así es la muerte. De las personas, de los valores, de la convivencia.
Nuestro derecho a la vida, nuestras libertades, nuestra seguridad, nuestro derecho a la propiedad, al trabajo, a la educación y a la salud, reclaman de una institucionalidad eficaz que los promueva, los garantice, los defienda y sea capaz de sancionar a quien los amenace y enderezar cualquier desviación que pueda presentarse, porque no somos ángeles.
“Moral y luces son nuestras primeras necesidades” reza la frase bolivariana que escuchamos tantas veces en la escuela y que adorna muros en muchos planteles educacionales de nuestro país, de esos que hoy sufren, tanto física como humanamente, los embates de la interminable crisis, pero la verdad es que hoy, la primera necesidad de nuestra sociedad es una institucionalidad pública eficaz, consciente de que su razón de ser es el servicio a todos. Sin ella, la moral y las luces serán gaseosos anhelos.
Está clarísimo. Mientras Venezuela no cuente con una institucionalidad respetable, merecedora de confianza por parte de nuestra ciudadanía y de los países extranjeros, no habrá seguridad, ni progreso, ni inversiones ni nuevas oportunidades.
Ramón Guillermo Aveledo